Tierra de nadie

Las canillas de Artur Mas

Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rua o, dicho poéticamente a la manera de Juan de Mairena, lo que pasa en Cataluña, han conducido a cierta Prensa a presentar a Artur Mas primero como un ventajista, luego como el hombre que quiso chantajear a Rajoy y, finalmente, como un loco cuyas "quimeras" le conducirán a él y a sus seguidores al abismo. En un lugar más común se interpreta que Mas se comporta como Simón Bolívar porque ha temido pasar a la historia como el Honorable de la tijera, y entre ser el presidente de la recesión o serlo de la secesión ha elegido la segunda opción por motivos obvios: a nadie le desagrada la idea de convertirse en padre de la patria y que en el próximo siglo te llenen la tumba de coronas de flores con lazos rojos y amarillos una vez al año.

Al sur del Ebro se insiste en que lo de Mas es un desatino, pero conviene recordar que la historia suele ser una sucesión de disparates. Hace varios años supimos con gran estupefacción que Napoleón pudo haberse impuesto en Waterloo si las hemorroides no le hubieran impedido dirigir a caballo la batalla. He ahí la clave de bóveda. Si unas almorranas pudieron cambiar el devenir de Europa, ¿por qué el cabreo de Artur, después de que Moncloa se tomara a pitorreo su propuesta de pacto fiscal, no puede cambiar el mapa de España?

No conviene subestimar a Mas, al que sólo le pierde la petulancia del que se considera el más listo de los políticos que le rodean y, por si fuera poco, el más guapo. Uno ha presenciado tiempo atrás una de esas comidas de campaña en la que el entonces candidato de CiU congregaba a 1.000 ‘dones’ catalanas que a eso de los postres hacían girar las servilletas por encima de sus cabezas con gran excitación, porque agitar otra cosa habría sido una ordinariez impropia de la sección femenina de la burguesía local.

En resumen, Mas se cree guapo y listo, y su agudeza a la hora de transmutar alquímicamente el desapego de una ciudadanía harta de sus recortes por un apoyo multitudinario a su referéndum por la independencia deja en muy mal lugar a quienes infravaloraron su capacidad de reacción y subestimaban eso que se dio en llamar el problema catalán y que, en estos momentos, es un auténtico problemón. Explicar que se han de pasar privaciones en Sabadell para subvencionar el carajillo a esos vagos andaluces es muy efectivo en medio de una crisis salvaje. Y otra cosa no será, pero Mas es muy didáctico.

El no y mil veces no de Rajoy al pacto fiscal - un "déjame ahí el papel que lo estudiará Cristóbal" habría bastado para quitar la espoleta a la bomba atómica- y el consiguiente órdago de Mas tiene al personal de aquí y de allí en vilo, sin saber muy bien si lo que toca es susto o muerte. El resultado es un descoloque general, que afecta al PP, al que ahora, mire usted por dónde, el pacto fiscal le parece negociable y los catalanes gente encantadora a cuyo cuidado dejarían a sus hijos; a los socialistas, escindidos éstos sí entre federalistas, soberanistas y mediopensionistas; y  a los propios nacionalistas, que no se esperaban que su líder se arrancara por chicuelinas con ese toro estando Durán i Lleida en la cuadrilla.

El debate parece ahora centrado en aclarar si una Cataluña independiente estaría fuera de la UE, como si unos y otros dieran por bueno el tópico de que Barcelona és bona si la bossa sona, y el económico fuera el único argumento que los votantes tendrán en cuenta a la hora de decidir si siguen casados con España, aunque desde hace tiempo no haya sexo, o se divorcian civilizadamente de esa doña con rulos con capital en Madrid.

Así que cada parte esgrime su película de terror o de dibujos animados, según convenga. Se ha dicho que  el futuro Estado no podrá pagar las pensiones o que aumentará su cuantía; que dejará sin protección a los parados o que les pondrá piso en Canaletas. Nadie parece considerar que haya gente que anteponga eso de la identidad al vil metal, o que razone con criterio que ningún país ha nacido con las finanzas saneadas y la triple A de Standard & Poor’s tatuada en el lomo.

El otro motivo de controversia es el de la supuesta ilegalidad de la consulta, un cuento chino lanzado para asustar a las viejecitas. Con el PP nunca se puede estar seguro, aunque parece descartable a priori que el Gobierno vaya a enviar al Ejército al Ampurdán para mantener la sacrosanta unidad de la patria o que suspenda la autonomía y meta en la cárcel a Mas y a sus consellers, todos ellos de muy buena familia. En definitiva, legal o no, el referéndum se celebrará si ese es el empeño de la Generalitat. Y si una mayoría aplastante del censo vota a favor de dar a España con la puerta en las narices o a favor del derecho a decidir de Cataluña no habrá ley que pueda esgrimirse para impedirlo

El primer hito del camino son las autonómicas del 25-N, convocadas por Mas como un plebiscito. El de CiU puede ser un trilero que se ha lanzado un farol con la independencia,  pero está obligado a mantener la ficción hasta el final, so pena que la multitud que ha convocado tras esa bandera le pase por encima. Serán unos comicios sin trampa ni cartón. Si Mas gana de calle y de la suma de CiU con Esquerra se obtiene un porcentaje representativo habrá que entender que la aventura soberanista ya está en marcha. Con el PP echado al monte españolista para arañar unos cuantos votos marginales y obtener el aplauso del Círculo de Empresarios, y el PSC hecho unos zorros y desempolvando a toda prisa el manual de federalismo por si cuela, es muy probable que ese sea el escenario

A partir de aquí sólo cabría una negociación, en la que la cuestión del dinero ya no sería suficiente. Los países civilizados –Canadá lo ha hecho y Gran Bretaña está en ello- arreglan estas cosas en las urnas y sin hacer un drama. No se puede forzar la convivencia cuando a una parte de la pareja le repugna que el otro deje esparcido por el lavabo los restos del afeitado, algo que, por cierto, es una guarrería.

Si además de civilizado éste fuese un país serio, allanaría cualquier obstáculo para que la consulta se celebrase. Con dos condiciones: la primera, que la pregunta sea inequívoca, tal que un sí o no a la independencia; la segunda, que el porcentaje para aprobar la secesión no deje lugar a dudas sobre el sentimiento colectivo, tal que un 65% del electorado. A partir de aquí, que cada palo aguante su vela. Se antoja difícil imaginar que Mas haya querido llegar a tanto porque, erradicado el victimismo, CiU se queda sin programa. Será divertido ver cómo al Honorable le tiemblan las canillas.

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