Tierra de nadie

Yo vi morir a Suárez

Suárez se ha muerto dos veces. De la primera fui testigo en 1991, aunque como ha ocurrido ahora, el presidente ya estaba muerto un poco antes y lo único que faltaba era extender el certificado de defunción. Políticamente, expiró el 26 de mayo de 1991 cuando anunció su dimisión al frente del CDS tras conocer los penosos resultados que su partido cosechó en aquellas elecciones municipales y autonómicas. Antonio, el chófer que le llevó a su casa esa noche, me contó después que se pasó todo el trayecto dándose puñetazos en la pierna, como si necesitara sentir cada uno de sus golpes para agarrarse a la vida que dejaba atrás.

Los periodistas que cubrimos esa campaña electoral parecíamos –y así lo escribí entonces- el séquito de Juan la Loca. Paseamos por España su cadáver político, una momia exquisita recién operada de apendicitis a la que le tiraban los puntos. Muerto y todo, Suárez transmitía la sensación de ser un tipo irrepetible, un seductor que no se dejaba engañar por su propio magnetismo: "Me quieren –decía- pero no me votan". Era cierto.

Ante Suárez uno tenía la sensación de encontrarse ante un libro de historia al que le sentaba estupendamente el traje. Una de las pocas veces que dejó que leyéramos algunas de sus páginas fue en una cena en un hotel de Pamplona, tras un mitin escaso de ambiente y sobre todo de público. La plaza no era propicia para hacer faena y el torero que era Suárez despachó el trámite en quince minutos. Quizás se reservaba para después.

Lo que Suárez contó esa noche no se compadece con los ecos de la versión oficial que han llegado hasta su propio féretro. ¿Amigo del rey? Nadie lo habría mantenido tras escuchar su descripción del jefe del Estado, un personaje con rasgos infantiloides que se escondía tras la cortina para darle sustos los días en lo que despachaba con él. No le culpaba de su dimisión como presidente del Gobierno, sabiendo como tenía que saber que el monarca había colaborado activamente en su caída. Su gran reproche era otro: el abandono total en el que había dejado a su familia el día del golpe de Estado. Su mujer no recibió de Zarzuela ni una llamada de teléfono. Nadie se interesó por su estado. Aquello para Suárez era imperdonable.

El gran católico que, según se afirma, era el presidente se burló ese día de la Conferencia Episcopal y, sobre todo, del nuncio del Papa, con el que, al parecer, se pactaron los límites de la oposición a la Iglesia a la ley del divorcio y que era capaz de comunicar con antelación suficiente por dónde respirarían los obispos españoles al día siguiente y hasta de anticipar sus votaciones.

Si nadie hubiese conocido entonces su pasado, se le habría tomado por un socialdemócrata con ideas más avanzadas que las que entonces manejaba el PSOE. Por eso y por su manera de referirse a la derecha y a Fraga, que le llegó a ofrecer el liderazgo de Alianza Popular y al que educadamente dio calabazas.

Suárez desprendía una aureola de rebeldía y de cierto desamparo. Antes de que lo hiciera el electorado, le abandonó la banca, con ese olfato suyo para oler la sangre y que convirtió en un calvario de fondos su última campaña. Esperaban para despedazarle la izquierda y la derecha, y dar cuenta de ese partido bisagra cuyos vaivenes no se entendían en un país completamente polarizado.

Aquel 26 de mayo sabía lo que le esperaba. "Alguien se alegrará de esta decisión", proclamó poco después de comunicar su irrevocable dimisión como presidente del CDS. Suárez se murió ese día por primera vez. Yo lo vi.

 

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