Tierra de nadie

¿España tiene problemas o España es el problema?

De lo que se narra a continuación se podría hacer una tesis doctoral o revivir a Ortega y Gasset, que para estas cosas siempre tenía un discurso, especialmente sobre Cataluña, que, según decía, para los demás era un problema que sólo se podía conllevar y para sí misma representaba la historia del "quejido incesante" de un pueblo que quiere ser lo imposible: "una pequeña isla de humanidad arisca" enfangada siempre en el asunto de su soberanía. Ayer en el Congreso no estaba Ortega ni Azaña ni Companys, y con los mimbres que vimos es difícil hacer un cesto aparente para la posteridad.

Lo de que Cataluña es el gran problema de España es una cantinela antigua, de la que se ha querido hacer un dogma ignorando las leyes básicas de la perspectiva. Estamos ante la vieja historia del cristal, cuya propiedad intelectual Campoamor le birló a Shakespeare para construir su famoso depende. Puede, en consecuencia, que Cataluña sea un problema para España pero en la misma medida en que España lo es para Cataluña. ¿Desde dónde miran ustedes?

Desde el lado español del cristal, dejar así las cosas sería bastante reduccionista. El problema de España no es Cataluña ni el País Vasco, esa "euskopatata" caliente a la que se refería ayer el portavoz del PNV, Aitor Esteban, con una tubérculometáfora. O mejor dicho, no son únicamente sus problemas. De hecho, lo mas apropiado sería decir que España es un problema en sí misma, sobre todo ahora que el país vive instalado en un bucle del que no se logra salir, y si lo consiguiera sería con un mareo del quince.

Hay, por supuesto, un problema territorial, que sólo se resolvería dando solución al problema institucional, que a su vez sólo encontrará salida con una regeneración integral, una limpieza semejante a la que se enfrentó Hércules con los establos de Augías, con la agravante de que aquí ni el Ebro en época de lluvias tiene tanta fuerza como para arrastrar la ingente cantidad de mierda acumulada.

Dicen que por esto último ya se ha empezado. Hablamos de ese pacto anticorrupción en el que el PP quiere embarcar a la oposición y que para ser el arca que ha de enfrentarse al diluvio universal parece un barquito hecho con un folio, cuando no un simple pacto de silencio. Es una ironía que el partido con mayor producción de estiércol juegue a ser Don Limpio.

Del chiste nos hubiéramos reído antes, porque indiscutiblemente tratar de ocultar la inmundicia bajo la alfombra y conseguir algo parecido al Everest tapado con un kilim tiene su gracia. Pero los parados, los casi dos millones de hogares sin ingresos, los desahuciados y otras víctimas de la crisis económica ya no están para bromas. Un partido que paga sus albañiles con dinero negro, que se concede a sí mismo una amnistía fiscal, que podría establecer en Suiza su segunda residencia, que protege a sus corruptos –"Luis, sé fuerte"- y se lo lleva crudo en sobresueldos mientras silba el only you no puede convertirse por arte de magia en un ente impoluto con fragancia a Heno de Pravia.

Del actual estado de cosas ha de culparse al sistema, diseñado para la impunidad, con una legión de aforados a la que rápidamente se unirá el heredero de la Corona, gracias a Gallardón que está en todo. ¿Es una casualidad que los magistrados de la Sala Segunda del Supremo, la encargada de juzgar a los aforados más principales, sean elegidos por un Consejo del Poder Judicial designado por esos mismos aforados? Posiblemente, y que el Rey sea constitucionalmente inimputable, también.

El Rey, cuando no la monarquía, es otro de los grandes problemas del país. Haría falta que el pobre Suárez se muriera diez veces para sacar brillo a una imagen a la que ni el sidol puede dar ya lustre. Ver cómo una gigantesca campaña de glorificación y enaltecimiento se viene abajo por el simple y mamotrético libro de una periodista en el que se transmutaba en ‘elefante blanco’ al gran cazador de elefantes aconsejaría una abdicación inmediata, si no fuera por esa inviolabilidad ya citada. ¿Seguiría siendo inimputable el abdicado? ¿Prosperarían entonces algunas demandas de paternidad que han sobrevolado los juzgados en los últimos años? ¿Estaría protegido de sus propios enjuagues? Apuesten a que Gallardón ya está trabajando en ello, que diría Aznar.

A los catalanes no se les puede dejar votar porque, si se les permitiera, los demás también tendríamos el mismo derecho. ¿Por qué no someter a consulta la propia forma política del Estado? ¿Por qué los españoles no tienen derecho a decidir si prefieren la República a la Monarquía? ¿Qué precepto constitucional se violaría si, como se establece, la soberanía reside en el conjunto del pueblo español?

Esta es la otra madre del cordero, que explica por qué sigue siendo imposible no ya un proceso constituyente sino una reforma constitucional que implique dar voz a ese pueblo que se dice representado por  el texto. ¿Se nos va a preguntar si queremos un estado federal y no si nos parece bien que una familia ocupe la jefatura del Estado por el mero hecho de apellidarse Borbón? ¿Qué vamos a votar? ¿El fin de la prevalencia masculina en el orden sucesorio? ¿La reforma del Senado? ¿Qué pasa si votan dos y el del tambor, que ese siempre vota? ¿Cómo se explicaría después?

Atrapados en este bucle, no podemos reprochar a los catalanes que quieran cambiar de país y levantar uno propio, porque los demás querríamos hacer lo mismo y no podemos. O no lo intentamos, que viene a ser lo mismo. ¿España tiene problemas o el problema es España? He ahí el dilema robado a Shakespeare, que Campoamor no iba a ser el único mangante.

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