Tierra de nadie

Mariano y Alfredo, una historia de amor

Ya decía Séneca que no hay cosa más fuerte que el amor verdadero, un impulso incontenible que derriba muros, atraviesa fronteras y salta por encima de los convencionalismos y de la obligada discreción que han de mantener dos adversarios políticos alcanzados por su flecha. Rajoy se ha resistido en los últimos meses a proclamarlo, pero finalmente ha terminado por confesar el vacío que ha dejado en su corazón la partida de Rubalcaba a sus clases de química orgánica en la Universidad. Un dramón en toda regla.

Dicen los analistas que los reiterados elogios del presidente al que fuera su rival no son más que una simple estrategia de descrédito de su sustituto, Pedro Sánchez, al que se quiere presentar como un advenedizo inconsistente, un mequetrefe que quiere ahora llenar la Constitución de tachaduras. Y se equivocan porque no todo es política. Puede que el del PSOE tenga más planta que el Jardín Botánico, que esté como un tren y como un queso a la vez o que sea un cañón de artillería de última generación, pero eso es lo de menos cuando de lo que se habla es de amor puro o de puro amor, que viene a ser lo mismo pero no es igual.

Al presidente le van los hombres de Estado y es evidente que en ese terreno Rubalcaba no tenía parangón. A Alfredo le podía perdonar todo, incluso que pidiera su dimisión por las corruptelas de la Gürtel y los dichosos papeles de Bárcenas, que en qué hora le darían a ese tío un cuaderno, porque sabía que lo suyo trascendía de los avatares diarios. Su comunión en los grandes asuntos era absoluta, su armonía casi perfecta.

Uno como presidente y otro como leal jefe de la oposición constituían la pareja ideal. ¿Disputas? Lógicamente, pero en qué pareja de dos grandes hombres de Estado no hay desavenencias. Nada que no pudiera superarse con comprensión mutua, que la vida no es fácil y la pasión pasa pero el rescoldo hay que avivarlo a diario porque afuera hace un frío del carajo. Podían haber pasado años sin que el amor se les hubiera roto de tanto usarlo.

Todo era divino de la muerte hasta que las elecciones europeas destruyeron esa Arcadia feliz y el meteorito extinguió, al menos, a uno de los dos dinosaurios. Rajoy quiso cambiar el destino, tal y como ha confesado recientemente a los periodistas en la copa de Navidad de la Moncloa. Fue en vano. De nada valieron sus súplicas, su Alfredo no seas tonto y no te vayas, su Dios mío, esto no nos puede pasar a nosotros. Rubalcaba trató de dejar todo atado y bien atado en las manos de otro joven hombre de Estado con el que ahora se lame las heridas en discretísimas reuniones, pero la suerte estaba echada.

Se comprende el duelo presidencial por esta pérdida y que el luto le haya agriado el carácter. Nada volverá a ser lo mismo y menos con ese chico que le asocia al franquismo y que, como Penélope, ha empezado a destejer, a veces con errores, la mortaja que Alfredo tricotaba para Laertes, o sea para su propio partido. Está claro que Sánchez, con el que ya se las tiene hasta por Twitter, no es su tipo.

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