Tierra de nadie

Rajoy, otra víctima de la crisis

Como esa maleza que crece en las orillas de las carreteras, la crisis ha ido poblando los márgenes del sistema de innumerables víctimas. Muchas de ellas, integrantes de esa ridícula clase media que jamás veía los telediarios a la hora de comer para no salpimentar de desgracias ajenas los filetes empanados, jamás hubieran imaginado que su pequeño mundo de adosado y barbacoa fuera tan frágil, tan condenadamente perecedero.

Nada les hizo sospechar que un simple manotazo bastaría para desmontar una vida planificada dentro de un calendario minucioso. Todo estaba previsto, desde la botella de brandy que abrirían en un par de décadas cuando tocaba el último pago de la hipoteca, hasta los plazos para cambiar de coche -que al quinto año empieza a dar problemas- pasando por el apartamento para las vacaciones de agosto, que un día de estos iban a comprarlo porque ya se sabe que lo del alquiler es tirar el dinero como bien decía el vecino de al lado.

El Perú podía joderse pero para los demás. Sus empresas eran serias y punteras y ellos los encargados más experimentados y dispuestos. De haber un ERE sería para hacer limpia de algunos vagos, que, todo sea dicho, se lo tenían más que merecido. Ningún empresario en su sano juicio prescindiría de su experiencia, de su savoir faire, de su entrega a los colores. En último extremo, aceptarían una rebaja de sueldo y alimentarían un poco menos el fondo de pensiones, un ligero contratiempo en ese mundo plagado de hitos en el que la jubilación representaba la liberación definitiva, los viajes del Imserso y el disfrutar de los nietos cuando sus padres, ingenieros seguramente, tuvieran algún compromiso.

Luego todo ocurrió muy deprisa. Los empresarios perdieron el juicio y un ERE se les llevó por delante, con tan mala fortuna que se les aplicó la reforma laboral del PP, la de los 20 días por año. Aguantaron lo que pudieron, confiando en que el mercado laboral se les rifaría. Primero se acabó la indemnización y luego el subsidio. Al primer impago de la hipoteca se plantearon vender esa casa tan cara en las afueras por la que ahora nadie daba un duro. A esas alturas los niños habían dejado de ir al colegio privado, al comedor y a las clases de piano, que alguna actividad extraescolar tenían que hacer las criaturas. Iban a llevar razón los mayas con lo de su fin del mundo.

No supieron ser emprendedores y por su mala cabeza formaban parte de los 750.000 hogares sin ingresos, aunque su hogar ahora fuera la vivienda de los abuelos y la pensión de éstos la manera de alimentarse. No les quedaba ni la botella de brandy, que había pasado a mejor vida como alivio a alguna de sus propias depresiones. El cuerpo se les hizo a las colas del INEM en busca de esos trabajos por horas que duraban unos días. Sin referencias, la vida seguía pero de una forma muy puñetera.

Con tanto tiempo por delante, se hicieron adictos a los telediarios. Se empaparon a partes iguales de casos de corrupción y de buenas palabras sobre el final de la recesión. Aquí había robado hasta el apuntador pero se veía la luz al final del túnel, que era lo importante, aunque para ello hubiese que amargar la vida un poco más a los jubilados, a los enfermos, a los inmigrantes, a los estudiantes, a los asalariados o a los dependientes.

Este domingo vieron en la pantalla a Rajoy en Córdoba confesar a su auditorio que lo había pasado muy mal en la crisis. Pensaron que lo suyo era una nimiedad en comparación con la terrible angustia por la que había debido de pasar este benefactor de la patria. Y como no podía ser de otra forma, se les aflojaron los intestinos justo en el momento el que se acordaban de los muertos del presidente, que en gloria estén.

 

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