Tierra de nadie

Espejos deformantes y ajustes de cuentas

La realidad es odiosa, aunque como decía Woody Allen, es el único sitio donde se puede comer un buen filete. Y, al contrario de lo que parece, es muy difícil de presagiar porque no suele contemplarse con ojos inocentes y desnudos sino a través de intermediarios interesados. Puede que en algún momento la verdad se escondiera en los espejos del callejón del Gato en los que Valle Inclán hacía mirarse a Max Estrella para proclamar que España era una deformación grotesca de la civilización europea, pero el fenómeno ha variado mucho porque el vidrio actual deja mucho que desear.

Anoche quedó demostrado. La realidad, aun grotesca, era bien distinta a la que mostraban las tertulias de los opinatodo, los sondeos y esas redes sociales que hacen la revolución en 140 caracteres sin derramamiento de sangre. Estos espejos modernos son una castaña. Los de Valle mostraban a los héroes clásicos como los esperpentos que ya eran y los de hoy pretendían hacer de los esperpentos héroes clásicos. Ahí estuvo su fallo y el motivo de que el mayor de todos ellos, el esperpento mayúsculo de Rajoy, haya ganado la partida en el juego de la reflexión (de la luz). De la marabunta de tuits que anticipaban sorpassos, países sonrientes y que oficiaban funerales antes de tener a los muertos en la caja, sólo se salvó uno que venía a decir esto: "Veréis qué sorpresa cuando voten los que no tienen Twitter". Y los que no ven Al rojo vivo, cabría añadir.

Más allá del de Alicia, la dinámica de los espejos no es nada sencilla. Martin Gardner, un divulgador estadounidense, sostenía que, de poder ingerirse, el vino de una copa reflejada en uno de ellos tendría un sabor rayano en el brebaje porque su composición molecular se habría invertido. Es una hipótesis claro, como lo es el comportamiento que tendrán a partir de ahora quienes, asomados a esas engañosas superficies pulidas, se vieron convertidos en monstruos o en monigotes hasta que la realidad ha corregido sus taras y les ha devuelto cierta autoestima. ¿Reservarán para sus oponentes el rioja de los pactos o les harán tragar el vinagre del resentimiento?

La venganza tiene muchos detractores pero es mucho más humana que los espejos, que son tan fríos como cabrones. Puestos a desvirtuar la imagen, no es lo mismo que te transformen en líder carismático y te imaginen incluso llamando a las puertas de la Moncloa, que te sitúen sin remedio en una nevera de la morgue (política, se entiende) o en el registro de la propiedad de Santa Pola, por mucho que digan que el de las copias simples es un trabajo muy bien remunerado. Hay quien cree tener razones para el ajuste de cuentas y no ha perdido un minuto en el desquite.

Es el caso de Pedro Sánchez, presentado como un elegante zombi con camisa blanca. Y lo cierto es que al del PSOE le habían enterrado tantas veces que la imagen era casi familiar, de mesa camilla y brasero. Entre sus tiernos asesinos había, obviamente, adversarios políticos pero también una retahíla de barones socialistas muy dados a los suicidios asistidos, salvo los suyos propios. Saberse vivo fue todo un descubrimiento. Empezó por enviar un educado que ‘os den’ a Pablo Iglesias y a Rajoy, y pronto hará lo mismo con la sultana del sur, responsable de la pérdida de tres de los cinco diputados que los socialistas se han dejado en las elecciones y que con notable desparpajo presumía ayer de que las tres únicas provincias en las que el PSOE se había impuesto eran andaluzas. Estos mismos espejos mostraban a Susana Díaz cruzando Despeñaperros en un brioso córcel cuando en realidad se retiraba a Jerez a toda prisa en una jaca de la tierra.

Por ese mismo averno deambulaba Rajoy, aunque en su caso bien podía estar muerto porque el tío se había quedado muy quieto y sin respirar en plan catatónico con notable éxito de crítica y público. Filtrado por la demoscopia y los opinadores, el suyo era el reflejo de un tipo acabado, barrido por el viento de la historia y por el soplido de Albert Rivera, al que se quería ver como el lobo del cuento que iba a limpiar la derecha de indeseables y que, sin embargo, corre el riesgo de acabar como la casa del primer cerdito.

Los espejos volvieron a fallar porque en su empeño de transmitir el fulgor o la caída de los líderes se olvidaron de captar a la sociedad en su conjunto, que también es muy esperpéntica cuando se lo propone. Eso es lo que hace posible que un partido agotado y corrupto vuelva a imponerse en unas elecciones y aumente su ventaja, haciendo bueno aquello de que uno tiene lo que se merece. Rajoy puede olvidarse de que ganó las elecciones, como le ocurrió en el balcón de Génova mientras besaba a su señora, pero el ninguneo al que se ha visto sometido por parte de estadistas de pequeña talla mundial como Aznar, de los jóvenes arribistas del PP e incluso, y sobre todo, de los pretendidos medios afines al partido no se le irá tan fácilmente de la memoria.

En Unidos Podemos sobran razones para sus particulares ajustes de cuentas. Las tiene Errejón, que fue el único en advertir que las sumas no tiene por qué multiplicar sin que nadie le hiciera caso, y hasta Pablo Iglesias, que bien podría quejarse de que muy pocos le advirtieron que iba desnudo cuando se probaba el traje que debía investirle como emperador de la izquierda y virrey de la moderna socialdemocracia como poco. Motivos para la querella tienen también quienes en IU alertaron de que las confluencias más peligrosas con las que consiguen movilizar a los de enfrente. Que se lo pregunten si no a Gaspar Llamazares, que se negó a aceptar el oráculo de Twitter y lleva semanas defendiéndose de los insultos.

La realidad es odiosa porque es muy compleja. Es un tiempo cambiante de altas y bajas presiones, un mapa de isobaras fluctuantes movido por pasiones como la euforia o el miedo que cada cual digiere a su manera. En ocasiones es mucho más absurda que sus interpretaciones. "La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta", esto es, a la matemática del espejo cóncavo, sostenía Max Estrella para explicar que un espejo deformante puede mostrar la realidad tal y como es. Otra cosa es pretender, como ha ocurrido, que aquello en lo que nos miramos nos haga la cirugía plástica.

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