Tierra de nadie

Retorno al fascismo

Tal vez por aburrimiento, que es una enfermedad de la que la gente ocupada está vacunadísima, un grupo de psicólogos canadienses determinó hace algo más de un año con pretensión científica que el dinero no da la felicidad como algunos creíamos sino que alivia la tristeza, que no es lo mismo aunque se le parezca. El estudio, bastante peregrino, estaba basado en una encuesta a más de 12.000 personas y concluía que estar forrado ayuda a que uno no se sienta desgraciado a diario, pero que nada como tirar de visa para hacer regalos a otras personas para desatar un júbilo indescriptible en el poseedor de la tarjeta.

Pues bien, aceptado pulpo como animal de compañía, los psicólogos canadienses habrán de convenir en que aunque el dinero no dé la felicidad sí tiene una influencia decisiva en otros parámetros destacables. El nivel de renta determina, por ejemplo, cosas tan triviales como la esperanza de vida, el abandono escolar, los trastornos mentales o los niveles de delincuencia, aunque éste último aparatado es opinable ante tanto ladrón de cuello blanco que vamos conociendo en los telediarios. En definitiva, el dinero ayuda a quien lo tiene a estar menos triste durante mucho más tiempo porque el que no lo tiene es muy probable que abandone antes este valle de lágrimas.

Ante el imposible metafísico de conseguir que a todos nos tocara el gordo de la primitiva, algo que nos haría, sin duda, mucho menos desgraciados, la devastada Europa de la II Guerra Mundial puso en pie un sistema de protección social que se dio en llamar Estado del Bienestar que, a través de educación, sanidad y pensiones públicas, vino a corregir las tremendas desigualdades entre ricos y pobres, y comprometió a éstos últimos con las instituciones hasta el punto de hacerles cómplices necesarios de las democracias de la posguerra.

El Estado del Bienestar hizo mucho más. No se limitó a tejer una red de caridad a los pies de los míseros e infelices que pecaron naciendo, que hubiera dicho Calderón, sino que convirtió la satisfacción de lo básico en derechos, de manera que erradicó la humillación de quienes empujados a los bordes de la sociedad precisaban el auxilio público para regresar de las cunetas. Si la desafección de las clases medias condujo en el primer tercio del pasado siglo al fascismo, en los años 60 esas mismas capas se beneficiaron de los mayores niveles de ingresos de la historia, toda vez que la fiscalidad les permitía tener cubiertas buena parte de sus necesidades vitales.

Poco antes de morir de la ELA, el historiador Tony Judt advirtió que "algo iba mal" porque a partir de la década de los 70 el proceso comenzó a invertirse en favor de la desigualdad. La amnesia sobre los beneficios de un Estado fuerte y redistribuidor de la riqueza permitieron la irrupción de Thatcher y Reagan y con ellos la desregulación financiera, cuya deflagración aún seguimos padeciendo. Estados desacreditados y con recursos mermados explican el aumento de la brecha cada vez mayor entre ricos y pobres y abre la puerta a que la historia se repita, como bien se ha encargado de mostrar la elección de Donald Trump en Estados Unidos.

Las explicaciones de Judt eran muy convincentes. Se habían producido desviaciones de poder tremendas que requerían cambios profundos en las leyes, en los sistemas electorales y en la relación entre gobernantes y gobernados, aunque todo ello se antojaba inútil porque los encargados de dichos cambios eran los responsables de estas disfunciones. De hecho, ante la ausencia de una alternativa real, fue pan comido convencer a la ciudadanía de que sólo existía un camino y que la diferencia entre derecha e izquierda se limitaba a escoger una u otra bifurcación que, en cualquiera de los dos casos, habría de conducir al mismo sendero.

Se llegó incluso a negar la existencia de las clases sociales y de sus respectivos intereses, cuando resulta evidente, como sostenía el escritor británico, que los ricos no defienden lo mismo que los pobres, que los que no necesitan de la sanidad o del transporte público tienen intereses distintos a los que sí precisan de estos servicios, y que los que ganan dinero con las guerras no quieren lo mismo que los que se oponen a ellas.

El contraste hubiera resultado palmario si la izquierda no se hubiera volatilizado en estos años, como bien apuntaba este fin de semana Alberto Garzón en su ¡Digamos adiós a la izquierda pija!, publicado en eldiario.es. Citaba el de IU a la socióloga Eva Illouz para explicar que esa nueva izquierda había olvidado a los más desprotegidos de la clase trabajadora para centrarse en demandas civiles de minorías y del feminismo y el ecologismo, imprescindibles pero ajenas a estos estratos sociales más bajos. Por citar algunos ejemplos, está muy bien que se combata la quema de carbón para luchar contra el calentamiento global pero habrá que dar antes alguna salida a los mineros que lo extraen, o que se grave más a los vehículos más contaminantes en ciudades como Madrid, aunque ha de saberse que quienes se indignan al volante son los conductores más pobres que no pueden permitirse un Audi libre de emisiones.

De todo esto empezamos a darnos cuenta ahora, no ya por el resurgimiento sino por la consolidación de la ultraderecha en Europa, alentada por ese misógino, xenófobo, racista y clasista señor del flequillo, que está a punto de sentarse en la presidencia del país más poderoso y desigual del planeta, y al que se tilda de populista cuando su definición encaja como un guante en el de fascista. En esto hay que coincidir con Pablo Iglesias cuando en este mismo medio explicaba que "los populistas son outsiders y pueden ser de derechas, de izquierdas, ultraliberales o proteccionistas", sin que ello quiera decir que los extremos se parezcan. "El populismo no define las opciones políticas sino los momentos políticos", explicaba acertadamente Iglesias.

Decía Judt que el único futuro para la izquierda sería como "socialdemocracia del miedo", que en vez de empeñarse en dibujar escenarios de progreso optimista se ocupe de recordar los éxitos del siglo XX y las posibles y terribles consecuencias de su desmantelamiento. La realidad les ha facilitado las cosas. Ya hay miedo; lo que sigue faltando, al menos en este país, es socialdemocracia.

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