Tierra de nadie

De ballenas azules y suicidios

Aunque la certeza no es absoluta, los estudiosos se inclinan por pensar que el suicidio es exclusivamente humano y que los casos de animales que aceleran su propia muerte tienen otras explicaciones pero jamás responden a un plan preconcebido. Para ser considerado como tal, el suicidio ha de idearse antes de consumarse, y esa planificación está ausente en los animales, ya sea en el perro que deja de comer hasta perecer al perder a su dueño o en la de los cetáceos que quedan varados en las playas. El suicidio, o se imagina previamente o no es suicidio.

En nuestro caso, tampoco está muy claro quienes son los principales candidatos a anticipar el punto y final de la existencia. Hubo un tiempo en el que se llegó a pensar que los pobres tenían mayor aprecio por la vida que los ricos, aunque ya Voltaire había aconsejado seguir sin miedo a los banqueros suizos que saltaban por las ventanas porque abajo nos esperaba algún tipo de ganancia. La excepción se produjo en la Gran Depresión donde no había día en el que algún ejecutivo volara o hiciera volar sus sesos, aunque fuera porque sus pérdidas no se limitaban a las acciones sino al conjunto de sus propiedades, con lo que en sentido estricto eran pobres los que se mudaban al otro barrio. Ya no tienen ese problema porque el capitalismo es tan sabio que limitó sus responsabilidades en las empresas y les animó a colocar colchones de seguridad en Panamá o en las Caimán para amortiguar las caídas y servirles de trampolín a ellos y a su descendencia.

El prototipo de suicida ha ido cambiando y hoy son los menores los que han adoptado la moda de subirse en marcha a los coches fúnebres. Hace unos días la Fundación de Ayuda a Niños y Adolescentes en Riesgo (ANAR) alertaba de que en 2016 los intentos de suicidio y autolesiones se habían disparado un 64%, un fenómeno alentado por ciertos contenidos de Internet pero que en realidad tiene causas más profundas, que van desde los trastornos depresivos a la violencia familiar, el maltrato, los abusos, el acoso escolar o el abandono.

La publicación de estos datos coincidía con la divulgaciónn de informaciones acerca de un macabro ritual masoquista llamado la Ballena Azul, en el que supuestamente se incita a los adolescentes a través del móvil o de las redes sociales a superar hasta 50 pruebas que incluyen hacerse agujeros en las manos, cortarse los labios, tatuarse con un cuchilla una ballena en el brazo y, como colofón, suicidarse tirándose desde lo alto de una azotea.

Se dijo primero que el juego era una leyenda urbana. Después se llegó a situar su origen en Rusia, donde se habrían registrado las primeras víctimas, entre ellas dos amigas de 15 y 16 años –Veronika y Yulia- que con 24 horas de diferencia habrían perecido tras arrojarse al vacío desde un edificio de 14 plantas. Posteriormente, se dio cuenta de que las autoridades de varios países latinoamericanos investigaban hasta 30 episodios de suicidio o intento de suicidio protagonizados por menores y relacionados con este funesto ceremonial. Finalmente, se ha alertado de algunos casos en España, los últimos este pasado jueves en un instituto de Santa Caloma de Gramanet, protagonizados por tres estudiantes de segundo de ESO que ya están recibiendo atención psicológica.

Con ballenas azules o sin ellas, que el suicidio sea una de las tres causas de muerte más frecuente entre los jóvenes de 15 a 24 años no es sino el reflejo de una sociedad enferma en la que ni la familia ni la religión –que alguna ventaja tenía la amenaza del infierno- cumplen ya con la función de enseñar a vivir a los recién llegados y mostrarles las reglas de otro juego, el de la existencia, que es una lucha constante y en el que el negro es inseparable de los colores del arco iris, especialmente del rosa. La culpa no es de Internet. El principal factor de riesgo que incita a un niño a matarse está en nosotros mismos.

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