Tierra de nadie

Y además, bandera blanca

Junto a sus recetas para conquistar la felicidad, Bertrand Rusell, que más que un sabio era un ingeniero de caminos de la vida, nos dejó dicho que lo más difícil para el ser humano era decidir qué puente debía cruzar y cuál debía quemar. Enfrentado al mismo dilema pero con un solo puente en pie, el PP parece decidido a cruzarlo en llamas, o mejor dicho, quemarlo mientras lo cruza y cerrar así la única vía de entendimiento en la crisis de Catalunya.

Lo que hace unos días se presentaba como una posibilidad de parchear el conflicto y evitar la intervención de la autonomía catalana, esto es, la convocatoria de elecciones por parte de Puigdemont, ya no basta. Los populares exigen ahora bandera blanca, rendición incondicional y otros actos de contrición pública del independentismo, tal y como marca el catecismo católico: "detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar".

Imponer como penitencia el restablecimiento de la legalidad implica una abierta desconfianza hacia las propias instituciones españolas. ¿Acaso no restableció la legalidad el Tribunal Constitucional al anular la ley del referéndum y suspender y –próximamente- anular la de transitoriedad jurídica? ¿Dejarían de actuar los jueces y cerrarían sus causas ante estas hipotéticas elecciones? ¿No significa acatar la legalidad que la Generalitat haya presentado recursos contra el 155 ante el Supremo y el propio Tribunal Constitucional? Presumir por tanto que un nuevo Parlament ignoraría ambas resoluciones es situarse en el terreno del por si acaso como coartada para lanzar un ataque preventivo que sólo complicaría más las cosas.

Salvo que el objetivo último del artículo 155 no sea, como se ha insistido, poner las urnas de verdad sino llevar a cabo un escarmiento entre los sediciosos, nadie entendería que, convocadas legalmente las elecciones sin mediar una declaración de independencia, se suspenda el autogobierno. En esa línea está el PSC y parece estarlo el PSOE, que lleva demasiado tiempo subido al carro del Gobierno y tiene los riñones al Jerez de tanto traqueteo.

Hablando de penitencia, a los socialistas se les viene crucificando por su adhesión a las tesis de Rajoy sin reconocer sus esfuerzos para deshacer el nudo gordiano al que nos enfrentamos. Podría cortarse con una espada, como hizo en su día Alejandro Magno, pero para ello sería necesario que dos factores, reforma constitucional y referéndum, estén en ese orden y no en el contrario.

Iceta, cuyos desvelos merecerían algo más que la división interna del PSC, planteaba este martes en Madrid un pacto de Estado para Catalunya como solución política a un problema político que el 155 jamás podrá resolver por muy drásticas que sean las medidas que conlleve. Negociar las 46 demandas que en su día planteó Puigdemont, esquivar la sentencia del Constitucional sobre el Estatut con reformas legales que faciliten su desarrollo pleno, alumbrar un nuevo sistema de financiación y de inversiones en infraestructuras en Catalunya, profundizar en el reconocimiento de su lengua y su cultura, y distinguir simbólicamente a Barcelona como gran capital y sede de la Unión por el Mediterráneo, dentro todo ello de una reforma federal de la Constitución, no es un plan descabellado entre tanta barbaridad que se escucha por ahí.

El 155 es el reconocimiento de una derrota y de mucha impotencia. Es, en gran medida, inaplicable en un territorio en el que la presencia del Estado es residual. Imponerlo manu militari justificaría al independentismo, que ni con ese 38,7% de votos en la consulta del 1-O puede sostener su carácter mayoritario para embarcar a toda Catalunya en su aventura, y agrandaría la fractura social existente. Nadie en su sano juicio dinamitaría el último puente. El problema es que nos gobierna una pandilla de zumbados.

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