Tierra de nadie

La mala muerte de Aurelia

En la Antigüedad, la manera más bella de morir era la rápida, la inesperada, la que acontecía en los años más jóvenes, la que otorgaba Artemisa y Apolo como un don y deseaba Penélope en La Odisea. El vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver no lo inventó James Dean, al que erróneamente se atribuye la frase, sino Homero. Llegó luego el cristianismo con las rebajas, con la vida eterna, y la muerte física se convirtió en la puerta de entrada a una inmortalidad que había de prepararse largamente con una vida ejemplar alejada del pecado. Moría mal quien se había dejado engatusar por los placeres terrenales y lo hacía bien quien tenía la cintura rota de tanto esquivarlos.

A lo largo de la historia, los casos de mala muerte llegaron a clasificarse. Con ella se identificaban las muertes imprevistas porque impedían la confesión y el perdón de los pecados, por lo que puede decirse que la de Carmen Franco, extremaunción mediante, ha sido buena. Mala muerte era la de los suicidas, cuyos cuerpos en algunos países se quemaban o se introducían en tinajas para que algún río se los llevara aguas abajo, las asociadas a fenómenos naturales, las de los ajusticiados, asesinados y ahogados y las que venían precedidas de agonías prolongadas.

El pasado día 21 de este mes, Aurelia, una mujer de 64 años, moría en una camilla en la sala de espera de las Urgencias del hospital de Úbeda. Fue derivada al centro sanitario desde la residencia en la que vivía, donde rápidamente se olvidaron de que existía. El auxiliar que la acompañaba se olvidó de ella tras dejarla en el hospital, que registró su entrada y se olvidó también porque se supone la mujer no pudo contestar a las llamadas por megafonía que se le hicieron. En las doce horas que pasó tendida nadie reparó en su presencia: ni los pacientes que allí se encontraban ni los familiares que les acompañaban ni el personal del hospital, que cambió hasta tres veces de turno y que pasaría a su lado sin prestarle atención. Ya de madrugada, alguien quizás tropezaría con la camilla y se percataría de que Aurelia era ya sólo un cadáver.

La suya fue otro tipo de mala muerte muy común en nuestros días: el de los olvidados. El suyo es el mismo caso que el de los ancianos que a nadie importan y que sólo llaman la atención cuando el hedor alerta a los vecinos y no hay respuesta al otro lado de la puerta. No son una pérdida sino un inconveniente, trozos de carne sobre los que cae el telón en una sala vacía, aunque, como Aurelia ha demostrado, se puede morir en la soledad más absoluta en medio de una multitud.

Ha dicho el gerente del hospital que la mujer debía de estar en fase terminal, una colosal obviedad porque es muy difícil morir de un esguince en Urgencias por muy incómoda que resulte la camilla. Y que se investigará qué se hizo mal, qué protocolo se incumplió, cuando en realidad lo que ha fallado son estos tiempos preñados de indiferencia hacia el prójimo, de encogimiento de hombros, donde se mira pero no se ve y se ve pero no se siente. No habrá responsables.

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