Tierra de nadie

La ley del Talión vestida de Versace

La resolución del caso de Diana Quer ha reabierto el debate sobre la prisión permanente revisable, ese eufemismo que se inventó el PP para llamar a la cadena perpetua y cuya derogación se tramita en el Congreso desde el pasado mes de octubre impulsada por el PNV y con el apoyo de la práctica totalidad de la oposición. A la madre de Diana le han preguntado por el asunto y como es lógico ha pedido que se mantenga e, incluso, que se endurezca. Su opinión es muy respetable aunque no debería influir en el litigio porque no es misión suya decidir la pena del asesino de su hija, de la misma manera que no han de ser las víctimas de los accidentes de tráfico las que impongan los límites de velocidad.

La cadena perpetua fue auspiciada por Federico Trillo cuando los suyos aún no habían llegado al Gobierno y fue Gallardón el encargado de promulgarla. Nunca tuvo sentido en un ordenamiento constitucional que orienta la privación de libertad hacia la reinserción y la reeducación de los reclusos y que, en casos extremos, puede imponer penas de hasta 40 años de cárcel. Es inhumano matar a una chica a sangre fría y arrojar su cadáver lastrado de adoquines a un pozo, pero el objetivo de la Justicia no puede ser competir en barbarie con los criminales condenando a alguien a morir entre rejas, que es lo que en realidad esconde esa contradicción in terminis de la prisión permanente revisable.

Sus defensores aún no han podido explicar cómo puede ser revisable algo permanente. Y si lo fuera, si la prisión pudiera ser revisada a partir de los 25 años de condena tal y como se establece, ¿qué sentido tendría beneficiar al autor de un crimen horrendo facilitando su excarcelación antes de lo que establecería el mayor de los castigos contemplados en el Código Penal?

Llevan razón quienes hablan de "populismo punitivo". Si algo ofrece la cadena perpetua son votos, porque toda sociedad en caliente y espantada es la perfecta aliada de la desproporción. Como se ha dicho aquí alguna vez, la cadena perpetua es la ley de Talión vestida de Versace, una medida tan brutal como el diente por diente y conceptualmente injustificable en un país que, creyendo en la reinserción, está a la cola de Europa en lo que a criminalidad se refiere.

En contra de lo que pueda parecer, aquí se asesina poco aunque algunos políticos roben bastante. Y sobre todo, se encarcela mucho, un tercio más que la media europea. Si en las prisiones no hay sitio para tanta gente es porque, lejos de ser una broma, nuestro Código Penal ha incrementado las penas en las sucesivas reformas. En España se delinque menos pero se envía a prisión a más personas, más de 130 por cada 100.000 habitantes, con condenas medias de 18 meses frente los siete meses en el conjunto de Europa. Vivimos en un país relativamente seguro que, si acomodara la tasa de encarcelamiento a la de criminalidad, tendría que poner en la calle a la mitad de las casi 60.000 personas que componen la población reclusa.

Existen instrumentos bastantes que hacen innecesaria esa prisión permanente revisable basada más en la venganza que en la Justicia y sobre la que sigue sin pronunciarse el Tribunal Constitucional dos años después de que recibiera el correspondiente recurso. Los hechos terribles no justifican otros terrores disfrazados de legalidad.

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