Tierra de nadie

El boina verde de Matemáticas

Al amparo de la segunda enmienda, un millonario en Estados Unidos puede apostarse en la habitación de su hotel en un piso 32 y masacrar a 58 personas que asistían a un concierto de música country; un joven de 26 años puede irrumpir en una iglesia y dejar tras sí un reguero de cadáveres en un santiamén; o un estudiante de 19 años al que todos suponían tocado del ala puede matar a 17 de sus compañeros de colegio y convertir San Valentín en una carnicería.

Se ha hablado de la salud mental de Donald Trump por proponer como solución a las matanzas en escuelas armar a los profesores y darles un plus de ranger, y a tenor de los casos anteriores quizás extienda su propuesta a los camareros de hotel y a los pastores evangelistas, que darían su sermón con un rifle de asalto apoyado en el atril. Pero es razonable pensar que el enfermo no es Trump sino la sociedad en su conjunto. Si tras los más de 1.500 tiroteos masivos ocurridos desde 2012 nada ha cambiado en la legislación sobre armas no es por el poder omnímodo de la Asociación Nacional del Riffle y su lobby, sino por la idiosincrasia particular de una colectividad acostumbrada al olor de la pólvora. Allí pegan tiros y aquí dormimos la siesta.

Algunas encuestas reafirman esta impresión. Una de ellas, elaborada por el Pew Research Center, un centro de estudios sobre tendencias en EEUU, revelaba datos escalofriantes sobre el particular. El 72% se mostraba a favor de la posesión de armas, un 61% era favorable que dicha posesión se extendiera a todo tipo de ellas, desde revólveres a ametralladores, y un 56% defendía el derecho a llevarlas por la calle al ir a por el pan o a las rebajas. De los encuestados, un 70% había apuntado y disparado al menos una vez en su vida y más de un tercio de los ‘desarmados’ pensaba que su posesión era esencial para su libertad.

El loco no es Trump o, mejor dicho, no es el único tarado. De hecho, su solución de armar a los profesores ni siquiera es original porque nueve estados ya permiten disponer de "armas ocultas" en las escuelas para protegerse de pistoleros, y seis más, entre ellos Florida, Misisipi, Indiana o Carolina del Sur, debaten legislaciones similares.

¿Qué hace una sociedad enferma de armas y dinero para afrontar el problema? Pues montar una industria para que la cura sea imposible. Si las matanzas en colegios se hacen habituales, se montan empresas para bunkerizarlos, de manera que uno no sabe si entra a un instituto o a un campo de concentración. Si hay que transformar a los profesores en boinas verdes, se crean centros de entrenamientos que imparten cursos de varios días llamados ‘faster’ en los que se incluye preparación psicológica por si el ‘matón’ al que hay que abatir es uno de sus alumnos. Si los padres están preocupados se les ofrece el merchandising que demandan, como mochilas antibalas, que están haciendo furor, y carpetas blindadas, de manera que no sea necesario que los profesores protejan de las balas a los alumnos con su cuerpo, que no siempre hay héroes dispuestos a sacrificarse. Y, obviamente, si se piensa que en algún momento puede limitarse la venta de armas tan ligeras y prácticas como el AR-15, que se ha puesto de moda en las matanzas, se incrementa su producción para que nadie se quede sin su rifle favorito.

Es prácticamente imposible que un país que tiene metido en los armarios de sus casas más de 300 millones de armas las entregue voluntariamente, que quienes ganan más de 1.000 millones de dólares al año en venderlas se transformen en lecheros y que los legisladores a los que untan se conviertan al budismo y a la no violencia. Hay enfermedades incurables y ésta es una de ellas.

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