Tierra de nadie

Indecencia

Del debate de ayer en el Congreso sobre la prisión permanente revisable, con algunos familiares de víctimas en la tribuna subiendo y bajando el pulgar a la manera de un circo romano, hoy queda el bochorno general y la confirmación de que siempre habrá partidos que usen el dolor ajeno en beneficio propio porque la propensión a la indecencia es, según parece, una fuerza incontenible.

En circunstancias como las actuales, en medio de la resaca por el brutal asesinato de un niño de ocho años, este debate nunca debía de haberse celebrado, pero hubo quien se encargó de servirlo con guarnición a una opinión pública enardecida y con la razón nublada por el espanto. Bloqueada la derogación en la Mesa del Congreso por PP y Ciudadanos y pendiente del fallo de un Tribunal Constitucional tan ágil en otras cuestiones, fueron estos partidos los que se encargaron de propiciar el espectáculo y los que, a buen seguro, repetirán la hazaña o hibernarán la cuestión a conveniencia.

En la utilización nausebunda de las víctimas tiene el PP una acreditadísima experiencia, aunque a menudo estas operaciones de captación hayan acabado como el rosario de la aurora. Pasó con Ortega Lara, al que se paseaba por los pueblos como quien exhibe una rareza, y que terminó por mandar al partido a hacer puñetas y poniendo a Rajoy a escurrir. Otro tanto ocurrió con la AVT, casi una filial de los populares en el acoso al Gobierno de Zapatero, hasta que la máquina de improperios en la que se convirtió Francisco José Alcaraz se hizo inmanejable. O con el fallecido Jesús Neira, elevado a los altares como un icono contra la violencia de género, y que en dos años pasó de héroe a villano. Cuando empezó a atacar la democracia, a defender su derecho a enfundarse una pistola y fue detenido triplicando la tasa de alcoholemia tras beberse hasta el agua de los floreros tuvo que ser apeado del santoral a toda prisa.

Una experiencia similar se vivió con Juan José Cortes, el padre de la niña asesinada en 2008 en Huelva por un pederasta reincidente y que ayer se encontraba en la tribuna junto a Juan Carlos Quer, padre de Diana y Antonio del Castillo, padre de Marta, entre otros. Cortés se dio de baja en el PSOE porque nadie allí comulgaba con su cruzada a favor de la cadena perpetua y pasó a la nómina del PP, primero como asesor en temas de Justicia y luego en idéntica función cuando el ministro Zoido era alcalde de Sevilla. Su estrella en el PP se apagó cuando resultó implicado en un tiroteo del que luego fue absuelto.

A esta puja obscena por abanderar la rabia social ante crímenes tan repulsivos se ha sumado Ciudadanos y su líder Albert Rivera, un gallo de campanario pendiente siempre de los vientos con los que hinchar sus velas ahora que las encuestas le son favorables. Revuelve el estómago que quien acordó en el famoso Pacto del Abrazo derogar la prisión permanente y que votó en el Congreso en su contra por inconstitucional se haya subido ahora al carro de quienes proponen endurecerla tras comprobar que en el mercado persa dicha postura cotiza al alza.

A las víctimas y sus familiares les asiste el derecho de expresar su dolor y canalizar sus quejas de la manera que crean más conveniente. Y es obligación de los poderes públicos ofrecerles apoyo y solidaridad. Como se ha referido aquí en alguna ocasión, tan insensato como que las víctimas de tráfico planifiquen una autovía o que las de ETA dirigieran en su día la política antiterrorista es que las que han sufrido este otro tipo de crímenes redacten el Código Penal.

La prisión permanente encaja más en el perímetro de la venganza que en el de la Justicia y es ajena a un ordenamiento legal que, erróneamente o no, orienta la privación de libertad hacia la reinserción. Quienes consideran que penas de hasta 40 años, como las que se contemplan para determinados casos, no son suficientes deberían atreverse a promover una reforma de la Constitución y dejarse de eufemismos. Entre tanto, convendría que se abstuvieran de usar a las víctimas para conseguir votos, un mercantilismo repugnante para el que se precisa carecer de estómago y, por lo visto, también de corazón.

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