Tierra de nadie

No es una trampa de la derecha

Se ha llamado bonapartismo a esta singular huida hacia adelante que protagonizan Irene Montero y Pablo Iglesias a cuenta de su chalet en las afueras y que culminará en un plebiscito entre la militancia sobre su continuidad al frente de Podemos. Puede que la decisión tenga algo de cesarista pero no deja de ser una reacción infantil, una pataleta de niños malcriados que crea un precedente nefasto. Someter lo privado al escrutinio público, hacer de lo doméstico una cuestión de Estado es un solemne disparate.

La política reserva los órdagos para asuntos importantes y no para una crisis del ladrillo tan peculiar que sólo afecta a dos personas. Lo que los aduladores llaman valentía es una mayúscula irresponsabilidad que traslada al partido una trivialidad disfrazada de trascendencia y que pretende convertir temerariamente a los inscritos de Podemos en jueces de la rectitud, cuando no en avalistas hipotecarios. Lo siguiente será pronunciarse sobre las sandalias que Monedero suele llevar en verano, de las que nadie discute su toque proletario pero que muchos podrían pensar que no les representan.

Es altamente probable que Iglesias y Montero consigan su propósito de convertir a los militantes en fiadores ante notario de su coherencia ideológica, bastante endeble por cierto si precisa de semejantes garantías. Pero si fracasaran en su intento y se les mostrara la puerta de salida dejarían a su organización descabezada y rota en la antesala de un período preelectoral en el que lo que está en juego es algo mucho más importante que validar la compra de un chalet con piscina y parcela arbolada. Los partidos no se inventaron para satisfacer los egos de sus líderes y refrendar sus errores de cálculo. Son un instrumento de transformación social que va mucho más allá de una mudanza a un pueblo del extrarradio.

Lo que se intenta presentar como una trampa más de la derecha es, en realidad, un desatino propio que se quiere corregir a la búlgara para eliminar así las toses, los peros y las críticas. Se busca legitimar democráticamente lo que es una opción personal y privada que no puede ser objeto de votación, de la misma manera que nadie plantea un referéndum sobre cuál debe ser su pareja o en qué lado de la cama ha de dormir para no traicionar las preferencias populares.

Quizás sea cierto que se ha abierto un debate sobre la credibilidad de ambos dirigentes aunque nadie ha puesto en duda, como Montero e Iglesias denunciaban, que su honestidad esté en tela de juicio. La credibilidad se gana o se pierde cada día y no se rellena bajo el grifo de un plebiscito. La valoración corresponde a los militantes en la correspondiente asamblea y a los electores en los comicios, que son los que quitan y ponen reyes al menos figuradamente. La ingenuidad es una virtud admirable, un chapoteo feliz en la inocencia que se agota con el tiempo; el infantilismo es una necedad de los adultos que debe corregirse antes de que se convierta en incurable.

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