Tierra de nadie

El berrinche

Lo de Pablo Llarena no ha sido un auto sino un berrinche, la rabieta de un magistrado encorajinado que se ha llevado el balón y ha dejado de ajuntar a sus colegas europeos. Esa es la lectura de la retirada de la Euroorden de detención contra Puigdemont y los cinco dirigentes independentistas que tomaron las de Villadiego en dirección a Suiza (Marta Rovira), Bélgica (Toni Comín, Meritxell Serret y Lluís Puig) y Escocia (Clara Ponsatí). Sus implicaciones son especialmente nefastas para los presos del procés, cuyas esperanzas de quedar en libertad a la espera de juicio se esfuman casi definitivamente.

En su furibundo ataque contra el tribunal de Schleswig-Holstein, Llarena arguye  que la corte alemana no ha entendido en qué consiste la Euroorden, ya que debería haberse limitado a comprobar si los hechos denunciados se asemejaban a delitos tipificados en su legislación y proceder después a la entrega del expresident sin enjuiciar el fondo del asunto. En realidad, es Llarena el que no ha comprendido que la Euroorden se instituyó para entregar a terroristas, asesinos, ladrones, secuestradores, traficantes de armas y de drogas y toda una retahíla de delincuentes. Pero no para resolver un problema político, que es como se contempla en Europa la crisis territorial catalana.

O sí lo comprende y se niega a aceptarlo, lo que explica la  retirada del resto de las órdenes europeas de detención. En definitiva, no son los jueces alemanes los que aplican mal ese instrumento de cooperación jurídica sino los belgas, los británicos y, muy probablemente, los de cualquier país europeo en el que hubieran recalado los políticos catalanes. Todos son kamikazes del Derecho menos Llarena, que circula en la dirección correcta y que se niega plantear el caso ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea por si el revolcón que sufre es de campeonato.

Como lo hizo en el pasado reciente, es de nuevo el magistrado el que decide quién ha de ocupar la presidencia de la Generalitat, lo que constituye una anomalía sin precedentes en las democracias avanzadas. Y es que, de haber aceptado la entrega de Puigdemont sólo por el delito de malversación, no habría tenido más remedio que decretar su puesta en libertad y no le sería de aplicación la suspensión como diputado que sí rige en el caso de los acusados por rebelión. En esas condiciones, lo normal es que el expresident hubiera recuperado la púrpura y el Palau en un suspiro, algo que el orgullo de quien se cree el último bastión de defensa del Estado contra el separatismo no habría podido resistir.

La retirada de la Euroorden tiene otras tres derivadas. La primera es la condena a un destierro de 20 años a los políticos contra los que actuaba, que es el plazo de prescripción del delito de rebelión, a la espera de que viajen a alguna república bananera en vacaciones y allí el del Supremo haga valer sus tesis. Pese al alborozo de los independentistas, este extrañamiento es un castigo durísimo, incluso para Puigdemont que parece haberle cogido gusto a Waterloo, al Consell de la República que piensa presidir y a su Crida Nacional con la que espera laminarse al PDECtat este fin de semana.

La segunda es otra condena, anticipada en este caso, a los presos que en su día decidieron no salir del país. Si el argumento para mantenerlos en prisión fue el riesgo de huida, parece evidente que a partir de ahora se reforzará ante la amenaza de una condena a 30 años de cárcel y la constatación de que cruzando la frontera escaparían a esa espada de Damocles.

Finalmente, se consuma el ridículo de la Justicia española y su excepcionalidad en el continente. Volvemos a ser diferentes y África empieza de nuevo en los Pirineos. Nuestra democracia es tan exótica que se hace raro que nuestros políticos no vistan de torero en el Parlamento. Regresamos a la autarquía jurídica y al subdesarrollo democrático. La meta puede estar en la Edad Media, a la derecha según se mira.

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