Tierra de nadie

Fuera gitanos y liberados

Aunque cueste reconocerlo, no hay avance de la ultraderecha que no se alimente de la izquierda o, al menos, de su público objetivo. Históricamente, valga el caso de Francia, dicho avance ha requerido cierta confluencia planetaria, que diría Leire Pajín, en la que compartían escenario una crisis económica a la que los partidos clásicos no encontraban respuesta y una fuerte presencia de inmigrantes a los que considerar culpables del paro y la delincuencia. Del voto protesta contra las fuerzas tradicionales y de la xenofobia que él mismo había sembrado emergió Le Pen, que obtuvo algunos de sus mejores resultados en bastiones tradicionales de los comunistas.

De las enseñanzas de Le Pen aprendió Sarkozy, que no por ser bajito es tonto. El del Eliseo tiene una crisis y unos gitanos rumanos que no visten de Armani, es decir, los elementos suficientes para subir en las encuestas organizando viajes sólo de ida a Bucarest. Habrá ricos que aplaudan las expulsiones, pero es seguro que los partidarios más firmes de los destierros se encuentran entre las clases populares, que son quienes ven sus campamentos sin prismáticos, pugnan con ellos en los semáforos para que no les pasen la bayeta por el parabrisas y son víctimas de sus hurtos. ¿Hurtos? Sí, porque los gitanos rumanos también roban, al menos tanto como los parisinos de pura cepa.

A diferencia de Francia, donde la derecha convive con la extrema derecha y, como se ve, trata de suplantarla, en España sólo existen grupúsculos, ya que el PP se ha ocupado de buscar acomodo al resto. Periódicamente, alguno de sus dirigentes trata de hacer guiños populistas a este sector, tarea en la siempre ha destacado Esperanza Aguirre, hasta el punto de que ya no se sabe si realmente les hace un guiño o es que tiene un tic en el ojo. Su última caída de pestañas ha sido el anuncio de combatir a los liberados sindicales, cuyo número ella misma pactó en convenio.

Con los liberados sindicales ocurre un poco como con los gitanos rumanos de Sarkozy. Aguirre les persigue porque intuye que no caen simpáticos a muchos trabajadores, en los que ha calado la idea de que son unos vagos que sólo defienden su estatus. Los defendidos se revuelven contra sus defensores. La lideresa será un demonio pero los sindicatos deberían mirar qué están haciendo mal.

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