Tierra de nadie

No nos mean; es que llueve

Hace algo más de diez años un estudio sobre el rastro de las señales del móvil de 100.000 personas vino a confirmar aquella frase de Dickens de que el ser humano es un animal de costumbres. Mayoritariamente, seguimos patrones predecibles por su simpleza, lo que, según se decía, era muy útil para planificar ciudades, atender emergencias y prevenir epidemias. Tan previsible es nuestro comportamiento que parece que el estudio no sirvió absolutamente para nada.

Es verdad que tenemos hábitos muy arraigados y que nos hacemos a todo con una sorprendente naturalidad. No somos capaces de apreciar nuestro estoicismo repetitivo ante lo cotidiano hasta que lo sentimos como una cadena que resulta casi imposible de romper. Más aún que la religión, el verdadero opio del pueblo, el que mejor lo adormece, es la costumbre.

Las crisis a las que periódicamente se enfrentan todas las sociedades demuestran nuestra pobre capacidad de reacción porque sus sacudidas son fulgores que rápidamente se apagan en el manantial de la rutina. Tan habituados estamos a que el cielo cubra nuestras cabezas que apenas si le dirigimos miradas furtivas, al punto de que si el arco iris permaneciese clavado sobre el horizonte, como tiene dicho algún poeta, le ignoraríamos rápidamente para seguir con nuestras cosas.

Hay quien asegura que en este enfrascamiento, en esta habilidad para convertir lo infrecuente en parte de nuestro paisaje, reside nuestra capacidad de supervivencia. Puede que sea así pero es triste que así sea. Esa aparente pericia para surfear la vida y la intemperie es al mismo tiempo una fortaleza y una gran debilidad porque nos reduce a la condición de hormigas que piensan que llueve cuando alguien les mea el hormiguero y entienden como una fatalidad a la que hacer frente lo que es la gracieta de un puñetero incontinente.

Como se ha dicho, nos acostumbramos a todo y hacemos virtud de la necesidad, o eso nos parece. Convivimos con la pobreza y el sufrimiento sin preguntarnos si lo que asumimos como consustancial no es, en realidad, una anomalía social que tendríamos que combatir. Normalizamos lo aberrante sin rebelarnos. Y cuando nos da por hacer la revolución, algo que este año casi que no y menos aún cuando empieza el curso de los niños, la queremos permanente, institucionalizada, para que sea pasto de la costumbre y no altere demasiado tiempo esa indolencia que nos acuna.

No es que seamos especiales como país aunque tengamos hechos diferenciales específicos. Aquí la culpa siempre es del otro, hasta que los aprovechados de costumbre nos convencen de que es nuestra o, en última instancia, del destino que es muy cabrón cuando se lo propone. Somos culpables del paro, de vivir por encima de nuestras posibilidades, de que vuelva la recesión, de que no tengamos Gobierno, de envenenarnos con la carne mechada, o de pretender escapar de la miseria o de las guerras saltando vallas de afiladas cuchillas. Es el ecosistema en el que nos sentimos cómodos y relajados. Hasta la infelicidad la tenemos interiorizada como si fuera un automatismo o un vicio. No nos mean; llueve y, por pura costumbre, tiramos del paraguas sin mirar al cielo.

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