Tierra de nadie

¿Cuándo dejaremos que los padres se emancipen?

Un informe del Consejo de la Juventud ha pasado a limpio lo que todo el mundo ve con sus propios ojos: que no hay manera de que los hijos se independicen de sus padres porque el coste de la emancipación, es decir, lo que han de pagar para poder vivir solos, representa el 94% de sus salarios y, aunque los chicos son frugales, es impensable que con el 6% restante puedan hacer tres comidas diarias y comprarse al mismo tiempo camisetas en el Primark.

Los datos del estudio son terribles para los jóvenes –más del 81% continúa en el domicilio familiar, sólo el 16% de los emancipados vive solo, la edad a la que se abandona el nido frisa de media los 30 años, etc- pero no lo son menos para sus progenitores, que nunca pensaron cuando trajeron hijos al mundo estarían formalizando larguísimos matrimonios con sus retoños en los que les verían envejecer en la habitación de al lado. Hubo un tiempo en el que los padres pasaban con los niños el sarampión y la varicela y en el futuro, de seguir así las cosas, tendrán que atenderlos cuando la próstata les dé problemas o la menopausia sudores.

Hay quien explica que la situación no se vive como un drama entre los adultos por eso de que la familia aquí es muy importante y amortigua los impulsos de autonomía personal de la chavalería que en otros países rápidamente afloran. No obstante, basta con echar un vistazo al rellano de la escalera para comprobar que algunos anuncios de turrón se han quedado desfasados porque ya casi nadie vuelve a casa por Navidad por la sencilla razón de que para volver hay que irse y en estos momentos no hay quien salga de ella.

Uno quiere mucho a la sangre de su sangre pero llega un punto en el que necesita algo de intimidad para tirarse pedos en el salón de su casa sin temor al reproche adolescente o, en sentido contrario, dejar de encontrarse pelos de barba en el lavabo que no son los suyos. Dicho de otra forma, la emancipación es necesaria para las nuevas generaciones pero también para las antiguas, a las que se obliga a asumir deberes que exceden a la preparación semanal de táperes variados con croquetas y restos del cocido. Parafraseando a Sabina, es urgente perder de vista a los hijos y ganar de una vez por todas el puñetero cuarto de baño.

A los de cierta edad se les ha privado del duelo de ver cómo los niños hacen la mudanza y se lo montan por su cuenta, y muchos echan de menos pasar esos tragos para los que, teóricamente, la vida les había venido preparando. No es normal, por mucho que se apele al amor incondicional, que uno pase de padre a abuelo sin transición y que, llegada la jubilación, ahora que todavía sigue siendo posible el cobro de la pensión y se han institucionalizado los viajes del Imserso, tenga que repetir el ritual de llevar y recoger a los nietos del colegio, ayudarles con los deberes, perseguirles por el parque con la artrosis a cuestas y mantenerles a ellos y a sus padres, a los que además hay que compadecer por lo poco que ganan, por lo pequeño que es su piso o porque han tenido que volver al domicilio paterno separados o juntos, que donde viven cinco siempre hay sitio para uno más.

Estamos, por tanto y aunque no se diga, ante una doble urgencia social: la de unos jóvenes a los que sus salarios de mierda y los precios de la vivienda les impiden independizarse y la de quienes, tras una vida de desvelos, de privarse de caprichos para pagar carreras y másters, de aguantar pesadísimas adolescencias y problemas de acné, deben resignarse a comentar con sus pimpollos lo mal que les ha ido el día sirviendo hamburguesas en el Burger King.

El problema de este país no es, por tanto, la secesión de Cataluña sino la de millones de personas de entre 16 y 29 años a los que es necesario conceder la independencia sin referéndum y por aclamación popular. Además de los navideños, existen otros dos mercados insoportables: el laboral y de la vivienda. Urgen en consecuencia medidas que faciliten lo que ha venido siendo habitual en siglos anteriores, salvo lo que se pretenda es una revolución social protagonizada no tanto por los jóvenes, un tanto anestesiados, sino por ascendientes, y se impulse que sean ellos los que se emancipen y alquilen o compren apartamentos ya que parecen ser los únicos que pueden pagarlos. Hacia allá vamos a galope tendido. Al tiempo.

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