Tierra de nadie

Tonto es el que hace tonterías

De la misma manera que hay que trivialidades que te cambian la vida, en ocasiones las estupideces determinan la historia. Un simple panadero que se dejó el horno encendido arrasó Londres en 1666 en un pavoroso incendio de tres días que consumió la ciudad como una cerilla. Hay que prestar atención a los detalles nimios, a las pequeñas chispas, y tener a mano agua y no gasolina para evitar una barbacoa salvaje que, como poco, te chamusque las pestañas. Tiene este Gobierno una mala relación con el fuego. Mucho tacticismo, mucha ala oeste de Moncloa y demasiada tontería en definitiva, pero es incapaz de afrontar cualquier menudencia sin provocar algo parecido a una catástrofe. Es posible que haya alguien a los mandos; en los fogones vigilando el puchero, ni cristo.

Puede ocurrir así que un procedimiento judicial absurdo se convierta en un escándalo político mayúsculo perfectamente evitable. Júntese un abogado que quiere hacerse famoso -si no lo era ya por algunas acusaciones de estafa de sus clientes-, una jueza que pretende seguir en el machito tras sentir el calor de los focos por su instrucción del caso Cifuentes, y un ministro con el sutil sentido del tacto del Capitán Garfio, y se obtendrá el enésimo carajal al que el Ejecutivo se enfrenta sin necesidad alguna cuando todas sus energías deberían estar centradas en combatir la pandemia y aliviar sus espantosas secuelas.

A finales de marzo, la jueza Carmen Rodríguez Medel acordó incoar diligencias por una de las muchas denuncias que tratan de culpar al Gobierno de las muertes ocasionadas por el coronavirus a cuenta de las manifestaciones del 8 de marzo. La presentada en su juzgado se dirigía contra el presidente del Gobierno y los distintos delegados del Gobierno, a los que se acusaba entre otras cosas de homicidio imprudente. Como lo de actuar contra el presidente sólo está en manos del Tribunal Supremo, lo de encausar a todos los delegados del Gobierno también excedía de sus atribuciones y lo del homicidio era exagerado, doña Carmen se centró en el de Madrid, José Manuel Franco, y se propuso averiguar si prevaricó al autorizar la marcha feminista ignorando las advertencias previas de la OMS y sabiendo que al hacerlo provocaría un apocalipsis zombi.

Para ello, encargó un informe a la Guardia Civil, un exhaustivo documento de más de 80 folios que pide a gritos ser incluido en alguna antología del disparate, en el que los anacletos de Cuerpo concluyen que sí, que tanto el responsable de Emergencias, Fernando Simón como el citado Franco eran consciente de los peligros y que, bien motu proprio, bien siguiendo instrucciones de su ideologizada superioridad, consintieron esta marcha y, al mismo tiempo, intentaron que los convocantes de otras manifestaciones en esas mismas fechas desistieran de llevarlas a cabo por razones que se escapan al humano entendimiento. ¿Será Simón evangelista y por eso se opuso a la celebración de un congreso de esta Iglesia o lo hizo, como asegura, porque se preveía la llegada de pastores de 120 países, entre ellos algunos de riesgo? ¿Pensó el delegado que con el 8-M ya era bastante castigo y quiso evitar, por ejemplo, que el virus se propagara entre simpatizantes anarquistas que iban a concentrarse días después? ¿Le entraron remordimientos pese apellidarse Franco?

Pues bien, en vez de dejar que el asunto siguiera su disparatado curso hasta que decayera por otra ley, la de la gravedad, el ministro Marlaska entró en acción y decidió fulminar por desafección al responsable de la Guardia Civil en Madrid, el coronel Pérez de los Cobos, que claro que era muy desafecto pero bastante antes de este episodio. A Pérez de los Cobos se le podía haber destituido en cualquier momento del pasado reciente o del futuro inmediato, aunque ello habría requerido que Marlaska estuviera dotado de alguna pizca del don de la oportunidad del que carece.

¿Consecuencias? La primera y más inmediata, la dimisión del director adjunto operativo de la Guardia Civil, Laurentino Ceña, heroico gesto de quien estaba llamado a jubilarse una semana después. Todo por la patria, amigos. La segunda, dar munición a una derecha que ya tiene saturado el polvorín, y que no ha tardado un segundo en pedir la cabeza del propio Marlaska por sectario. Para apaciguar los ánimos, la ocurrencia definitiva: ejecutar ahora la prometida equiparación salarial de la Guardia Civil y la Policía Nacional en plan toma pan y deja que te diga tonto. De traca.

La habilidad del Ejecutivo para ponerse a sí mismo zancadillas no tiene parangón. Se acumulan tantos despropósitos que es inevitable pensar en alguna predisposición al masoquismo, cuando no a la estulticia. "Salimos fuertes" proclama el Gobierno en su última campaña institucional, por cuya paternidad mejor no preguntar. La torpeza elevada a categoría de arte. Londres se quema y nosotros con estos pelos. Si es que hay que reírse por no llorar.

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