Tierra de nadie

Estupidez pandémica

El coronavirus está permitiendo confirmar lo que antes solo eran hipótesis de trabajo. Se ha ratificado así que lo que nos distingue como especie no es la racionalidad sino la estupidez, de la que ya decía Renan que es lo único que nos da una idea aproximada del infinito. Ello aumenta exponencialmente las posibilidades de que el control de la pandemia se vaya a hacer puñetas, en abierta demostración de que lo de tropezar varias veces en la misma piedra forma parte indisoluble de la condición humana.

El ejemplo perfecto de lo anterior está ocurriendo en  el Segrià (Lleida), donde las autoridades han decretado un reconfinamiento de la población que, en realidad, no es tal sino un simple cerramiento perimetral sin otras limitaciones, como venía a reconocer el alcalde de la capital, Miquel Pueyo. Para ello se ha esperado a que el ritmo de contagios se multiplicara por siete, que era un número muy apreciado para Pitágoras y para la cabalística en general, aunque desde junio se tuviera constancia de que existía transmisión comunitaria y descontrolada.

¿Que por qué no se ha atajado antes el brote? Pues por una mezcla de razones políticas y socioeconómicas, de las que luego se hablará. Entre las primeras, quizás haya influido que la Agència de Salut Pública, que es la encargada de vigilancia epidemiológica, esté descabezada desde mayo, o que el rastreo de los contagios, en vez de encomendarse a profesionales sanitarios, que son caros y saben lo que hacen, haya sido adjudicado a Ferrovial y a sus 108 teleoperadores sin formación alguna. En eso, al parece, consistía la exigencia de algunas comunidades de recuperar sus competencias a toda prisa: en poder externalizar la atención médica por unos cuantos millones de euros, 18 en este caso.

Tan estúpido como lo anterior es ignorar la situación que cada año por estas fechas se vive en Lleida, donde cientos de temporeros malviven por las calles en condiciones lamentables. Sin papeles, sin ayudas en el caso de contraer la enfermedad porque el ingreso mínimo no se inventó para ellos, solo alguien muy necio puede pensar que se someterán voluntariamente a cuarentena en un domicilio del que carecen y que no acudirán al siguiente tajo por unas décimas de fiebre. Se obvió el ejemplo de Portugal o Italia, donde se ha llevado a cabo una acelerada regularización de migrantes, centrada en este último caso en trabajadores jornaleros y de cuidados domésticos. "En España no se dan las circunstancias", explicó en su día el ministro Escrivá. Tal vez se den ahora.

Y no, Lleida no es un caso aislado. Es la misma situación en la que se encuentran los jornaleros migrantes en toda España, tal y como ha denunciado el ex relator especial de Naciones Unidas, Philip Alston, en un informe demoledor tras su visita oficial de enero y febrero de este año. Hacinados, sin acceso a servicios básicos como el agua, la electricidad o el saneamiento, rechazados como inquilinos, explotados, sin ninguna ayuda pública y en condiciones mucho peores "que las de un campamento de refugiados", tal era su descripción tras su visita a un asentamiento informal en Huelva, en plena campaña de la fresa. A estas personas se les pide higiene personal, distancia social y responsabilidad individual.

De responsabilidad individual sabemos mucho los nacionales que atestamos los bares, las terrazas y las playas con la mascarilla en el codo como si fuera el casco de la moto. El resultado son los 60 rebrotes actuales en quince autonomías, confinamientos electorales como el de Lugo, de sólo cinco días no vaya a ser que a Feijóo se le tuerza la mayoría absoluta, zonas de Aragón en fase dos y un total de más de 2.300 contagios en la última semana. La piedra nos espera para que volvamos a tropezar en ella y acudiremos a su llamada porque está en nuestra naturaleza.

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