Tierra de nadie

La patria, la nación y el tinto de verano

A diferencia de muchos catalanes, que tiene claro sus hitos, mitos y leyendas, que saben con exactitud desde cuando Catalunya es una nación y que veneran a Jaime I, Pedro III y Martín I el Humano, -de los que Rovira i Virgili decía que eran "no ya catalanes, sino catalanistas"-, a gran parte de los que habitamos al sur del Ebro, y por motivos muy diversos, lo del alumbramiento de la nación española nos la ha traído bastante al fresco y hasta nos ha parecido muy cómodo que el himno no tenga letra para evitar memorizarla y hacer de Massiel en los partidos de la selección con Piqué en el centro de la zaga.

Quizás se deba a que durante más de un siglo fuimos muy cansinos preguntándonos eso tan trascendental de qué somos, de donde vinimos y adónde vamos, hasta que llegó el dictador bajito y nos lo puso por escrito a doble espacio en uno de sus fueros. Al debate historiográfico posterior se sumó otro señor bajito como era Aznar, quien decretó que la nación española existía en la Reconquista, quizás desde Calatañazor, donde una vez se nos dijo que dimos la del pulpo a Almanzor y huyó el muy sarraceno. Cuando nos aprendimos de memoria la batalla dichosa hubo quien puso en solfa que allí alguna vez cruzaran armas cristianos y musulmanes para desconcierto general. En esas estábamos cuando nuestro moderno Herodoto, el prolífico César Vidal, estableció sin ningún género de dudas que éramos nación antes incluso de que los visigodos cruzaran los Pirineos, aunque ya con Viriato se apuntasen maneras pese a lo lusitano del bizarro caballero.

Tan antiguo nos parecía el cuento que terminamos por aceptar que, si bien el Estado había nacido antes, cuando Fernando e Isabel se montaban entre ellos, el sentimiento nacional surgió combatiendo a Napoleón en la Guerra de la Independencia, esa palabra tan de moda, pero nos habría dado igual que los fusilados a los que inmortalizó Goya no fueran españoles sino madrileños, toledanos o catalanes en viaje de estudios. Quede esto claro, porque hay mucha gente que se lo toma a pecho, que seguimos hablando de aquellos para quien la patria no es un fin en si mismo sino un sitio estupendo para tomarse un tinto con limón en alguna terraza de verano.

A esas personas -llámenles relativistas si quieren-, presentes también en Catalunya, lo de la nación siempre nos la ha sudado un poco. Nos preocupaban temas menos trascendentes como la mierda que nos pagan, la lista de espera para extraernos el cálculo del riñón -a ser posible con láser-, la maldita hipoteca, la jubilación que nunca llega y los viajes del Imserso para cuando llegue. Y disfrutamos con nimiedades como el vino del aperitivo, el cocido de los domingos y las copas con los amigos, catalanes incluidos, que siempre parecieron al resto personas muy normales salvo por esa querencia suya de subirse unos encima de otros hasta la altura de un tercer piso.

A este numeroso grupo nos ha pillado a contrapié no ya la efervescencia catalana, de la que éramos conscientes en alguna visita a la Costa Brava a tomar sus aguas, sino la que se empieza a sentir en la machadiana Castilla, donde lienzos rojigualdas surgen como setas en los balcones como si otro nacionalismo, el español, del que hubiéramos jurado que estaba profundamente dormido salvo por algún ultrabostezo, empezara lentamente a desperezarse para no ser menos sino más, y para alegría del comercio chino y temor de los que conocen como se las gasta el monstruito.

La agitación nos tiene muy preocupados porque creíamos sinceramente que lo de las naciones, datadas o no con carbono 14, no dejaba de ser un invento que lleva toda la historia llenando cementerios con los seducidos por sus arrebatos. Y que el empeño en trazar fronteras decaería en algún momento de este siglo, en el que visitaremos Marte para comprobar ‘in situ’ que se está mucho mejor en Asturias.

Respetuosos como somos con los sentimientos de cada uno, aceptamos que los catalanes decidan lo que quieren ser y que lo hagan con todas las garantías, si esto sirve para arriar banderas y que se las dé un agua en la lavadora ahora que apenas llueve. Lo agradecería nuestra tensión arterial, especialmente la de ese estajanovista del periodismo que es García Ferreras, por cuya salud ya tememos todos. Con mediadores o sin ellos, hablando ha de entenderse la gente que cobra por hacerlo, esos políticos nuestros que deberían dejar de hacer puentes por donde no pasan los ríos y centrarse en solucionar problemas verdaderos aunque no reporten el 3%, o mejor dicho el 5%, que no suena tan catalán y ofende menos.

En cualquier caso, los descreídos de patrias y naciones sí valoramos el país, cuya dignidad no se mide en territorios sino en el respeto que dispensa a sus ciudadanos. Lo que hace respetable a un país son lo derechos que ampara y no la soberanía que defiende. Su grandeza comienza justamente cuando es capaz de dejar de mirarse el ombligo, cuando se quita la boina y abraza el mundo, cuando acoge, cuando comparte, cuando no mira por encima del hombro, cuando desprecia el supremacismo. Ese es el lugar en el que algunos queremos vivir. Pregunten a los catalanes cuáles son sus planes.

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