Tierra de nadie

La señora no quiere meterse en el ataúd

Decía Kathrine Hepburn que cuanto más se envejece más se parece el cumpleaños a un desfile de antorchas. El de la Constitución, que hoy alcanza los 39 años, es sencillamente un velatorio sin muerto, porque la dama del 78 se resiste a dejar este mundo cruel pese a los intentos de darle la puntilla. Más allá de la imperiosa reforma del modelo territorial que, de cumplirse los peores augurios, acabará empantanada en la subcomisión que debe estudiarla, la norma que iba a establecer la justicia, la libertad y la seguridad, iba a promover el bien de los ciudadanos, garantizar la convivencia, consolidar el Estado de Derecho y promover el desarrollo de la cultura y la economía sufre graves problemas de pintura y, sobre todo, de chapa. Al borde del siniestro total, que diría un perito de la Mutua.

Si algún día la Constitución fue hija de su tiempo, hoy es su bisabuela. Para las nuevas generaciones, que tienen derecho a decidir si quieren una monarquía o una república, si ha de haber una nación o varias, si les gusta la bandera rojigualda o la prefieren verde esperanza es bueno que conozcan el parte de accidentes y el estado de la carrocería. Éstas son las abolladuras:

1- No se cumple. Su catálogo de derechos es sólo una ristra de buenas intenciones. Vayamos a lo grotesco. Los españoles no es que tengan derecho al trabajo sino que tienen el deber de trabajar (artículo 35), lo que significa que, a tenor de los datos del paro registrado de noviembre, 3.474.281 ciudadanos están contraviniendo el precepto. Se puede proclamar la igualdad ante la ley sin discriminación por razón de nacimiento, raza o sexo porque el papel lo aguanta todo, pero basta con echar un ojo a los tribunales o a las estadísticas salariales y a la brecha que separa las remuneraciones de hombres y mujeres para apreciar la entelequia. Se reconoce el derecho a una educación que muchos no pueden pagar o a unas prestaciones sanitarias que dependen de si el déficit aprieta o ahoga. Y así.

2-No se puede hacer cumplir. Los derechos son sólo bellos enunciados. Se tiene derecho a la vivienda o al trabajo pero no se puede acudir a un tribunal para exigirlos. Son cheques sin fondos.

3- Consagra privilegios. En abierta demostración de que la igualdad es una quimera. Todos son iguales ante la ley menos el jefe del Estado, al que no se podría enjuiciar si atracara a un banco a cara descubierta por eso de su inviolabilidad. Todo el mundo puede ser procesado por los Tribunales salvo los parlamentarios, que podrían evitarlo si su delito no es flagrante y se rechaza su suplicatorio. De ser juzgados, se sientan en un banquillo del Tribunal Supremo, cuyos miembros son designados por un Consejo General del Poder Judicial elegido por esos mismos parlamentarios.

4- Los diputados no representan al pueblo. Y eso porque, tal y como establece su artículo 67.2, las Cortes no están ligadas por mandato imperativo, lo que significa que diputados y senadores son libres de votar lo que les venga en gana aunque esté en abierta contradicción con sus compromisos electorales. Se deben a ellos mismos o a la disciplina de partido, pero no a sus teóricos representados.

5- Restringe la participación ciudadana. Los ciudadanos tiene derecho a participar directamente en los asuntos públicos, pero poco, la puntita nada más. Por muchas firmas que recojan -500.000 es el umbral- no podrán modificar leyes orgánicas, tributarias o de planificación económica, que les están vetadas. Una vez recogidas, lo habitual es que acaben en la papelera. A lo largo de la vida de la Constitución, para hablar de las iniciativas legislativas populares aprobadas por las Cortes hay que hacerlo en singular.

6- Ampara que el voto de unos valga más que el de otros. La Constitución se limita a establecer una horquilla de entre 300 y 400 diputados y a asociar provincia con circunscripción electoral. El desarrollo que de ello hace la Ley de Régimen Electoral General, pese a la proclamada proporcionalidad, implica que un voto en una provincia pequeña tenga hasta el triple de valor que el de una más populosa. A su vez, el sistema favorece el bipartidismo porque las fuerzas más pequeñas y con un electorado disperso no convierten en escaños los apoyos que consiguen.

7- No hay quien la cambie. Modificar su corpus central no sólo requiere una mayoría de dos tercios del Congreso y del Senado sino que exige disolver las Cámaras para que las nuevas Cortes lo refrenden en idéntica proporción. Las únicas reformas a las que se ha sometido han venido impuestas desde fuera, ya fuera para permitir el voto de los extranjeros en las elecciones municipales o para anteponer el pago de la deuda al bienestar de la población en esa la alevosa y nocturna reforma exprés del artículo 135. Como cabía esperar, los ciudadanos no están legitimados para ejercer ninguna iniciativa que altere una coma de su articulado.

La Constitución huele. O para ser exactos, hiede. No cabe aplazar por más tiempo el repaso general, la enmienda a la totalidad. Es un ente extraño para dos tercios del actual censo electoral que, por edad, no pudieron votar en ese lejano 1978. Esos 24 millones de personas tienen derecho a decidir su presente por el simple hecho de que están vivos.

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