Espejos extraños

De la isla de Maré a otro mundo posible

Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez

La isla de Maré es una isla de 5.712 habitantes, mujeres y hombres negros (el 93% de la población se declara "negra" o "parda", las designaciones usadas por la estadística oficial), ubicada en la Bahía de Todos los Santos, perteneciente al municipio de Salvador (Bahía, Brasil). Parte de la isla es un quilombo, tierra hacia la que huyeron los esclavos de las plantaciones de los alrededores en busca de libertad. Los habitantes se dedican a la pesca y a la captura de marisco y sus manglares constituyen la pieza central de la economía local. Su riquísimo ecosistema ha sido destruido desde la década de 1960 por la contaminación causada por las industrias y las empresas multinacionales construidas alrededor de la zona de operación portuaria del Complejo de Aratu, a pocos kilómetros de la isla.

En los últimos años, el problema ha asumido proporciones de desastre ambiental y calamidad sanitaria. Columnas de humos residuales y pestilentes expelidos sin filtros y traídos por el viento, carga y descarga en los buques de minerales y productos químicos altamente tóxicos sin ninguna precaución que se dispersan en el aire (olores de azufre y gases de amoníaco) y en el mar, donde también se hace el lavado de los buques, han contribuido a que tanto la salud como el modo de vida de estas poblaciones pobres vengan siendo inexorable y paulatinamente destruidos. Una agencia oficial ha denunciado la presencia acentuada en el suelo y en las aguas de ocho contaminantes: arsénico, cadmio, plomo, cobre, cromo, hierro, mercurio y zinc. Varios tipos de cáncer tienen aquí una incidencia muy superior a la media y empiezan a alcanzar a los más jóvenes. El Gobierno brasileño se ha negado a hacer estudios epidemiológicos que puedan establecer un vínculo de causalidad entre la contaminación y la enfermedad. La ley prevé medidas correctivas y preventivas, pero no hay voluntad política para aplicarlas.

Estamos ante una repugnante actuación de racismo ambiental pues, como dijo cierta vez un político, al fin y al cabo, "es una isla de negros". Los imperativos del "desarrollo" tienen prioridad absoluta sobre la salud y el modo de vida de las poblaciones. ¡Cuánta lucidez entre los habitantes sobre lo que les está ocurriendo! ¡Cuánta rabia por el sufrimiento injusto! ¡Cuánta dignidad serena en la decisión de no renunciar y seguir luchando! "Duele en el alma todo lo que la gente siente, pero tenemos ganas de vivir" (M.A., 58 años).

¿Cómo salir de este infierno? ¿Y si la isla en sí misma (sus habitantes, los paisajes, los manglares, los ecosistemas, la cultura tradicional de pesca y marisco) fuera declarada como un sujeto de derechos humanos y protegida como tal? ¿Una utopía? No, una apuesta arriesgada y una lucha difícil, pero portadora de esperanza realista. Las mujeres y los hombres de la isla de Maré pueden estar en la vanguardia de una nueva concepción de la naturaleza y de los derechos humanos que está emergiendo en diferentes partes del mundo. Su lucha por una vida digna y una relación armoniosa con la naturaleza es una lucha por todos nosotros, por la supervivencia del planeta y de la vida puesta en cuestión por el capitalismo salvaje de nuestro tiempo, dispuesto a concluir la depredación indiscriminada de los recursos naturales iniciada por el colonialismo histórico. Tratándose de una lucha por todos nosotros, tiene que ser también una lucha de todos nosotros. Resulta, por tanto, equivocado hablar de solidaridad con las mujeres de la isla de Maré. Se trata, más bien, de unirnos a ellas en esta lucha y de correr los riesgos que ello implica. He aquí algunos de los pasos de este itinerario exigente. 

Desaprender para aprender. El pensamiento occidental cartesiano sobre la naturaleza es tan dominante como excepcional. Todas las culturas con las que se encontró la expansión colonial europea a partir del siglo XVI tenían una concepción de la naturaleza más próxima a la de Spinoza que a la de Descartes: la naturaleza como ser vivo (la natura naturans) a la que pertenecemos y cuyo bienestar es condición de nuestro propio bienestar; la naturaleza no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la naturaleza. La dicotomía occidental naturaleza/sociedad esconde una jerarquía en virtud de la cual todo lo que es natural o está más cerca de la naturaleza se considera inferior, incluyendo a los seres humanos, sean estos mujeres, negros, etc. Esa jerarquía justificó y sigue justificando la opresión, la exclusión social, la discriminación y, en definitiva, el sufrimiento injusto. No podremos salvar el planeta ni preservar la vida digna si no nos disponemos a aprender de los excluidos y oprimidos; si no somos capaces de asumir que las mujeres de la isla de Maré son nuestras maestras, las garantes de nuestro futuro.

Derechos humanos emergentes. Gracias a la lucha de las poblaciones más excluidas por el desarrollo capitalista (pueblos indígenas, afrodescendientes, mujeres, campesinos) está emergiendo una nueva generación de derechos humanos centrada en la idea de que los seres no humanos, pero esenciales para la vida de los humanos, tienen derechos humanos por sí mismos, con una lógica específica y una mayor amplitud que la de los seres humanos, sean individuos o colectividades. En su ámbito, puede considerarse pionero en este campo el artículo 71° de la Constitución de Ecuador de 2008, un artículo vinculado a la filosofía de la naturaleza de los pueblos indígenas, naturaleza que para ellos, lejos de ser un recurso natural incondicionalmente disponible y apropiable, es la Madre Tierra (Pachamama en quechua), el origen y el fundamento de la vida y, por eso mismo, el centro de toda la ética de cuidado. Dice el artículo 71°: "La naturaleza o Pachamama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos. Toda persona, comunidad, pueblo o nacionalidad podrá exigir a la autoridad pública el cumplimiento de los derechos de la naturaleza. Para aplicar e interpretar estos derechos se observarán los principios establecidos en la Constitución. El Estado incentivará a las personas naturales y jurídicas, y a los colectivos, para que protejan la naturaleza, y promoverá el respeto a todos los elementos que forman un ecosistema". Se trata de un ejemplo de gran alcance de aquello que designo como sociología de las emergencias.

Como es sabido, este precepto constitucional ha sido sistemáticamente quebrantado en la última década en nombre del objetivo de siempre (desde el siglo XVII): los imperativos del desarrollo capitalista. A pesar de eso, constituye una innovación jurídica y constitucional que está inscrita en la lucha de la humanidad porque corresponde a un espíritu del tiempo insurgente, anticapitalista, anticolonialista y antipatriarcal que está emergiendo en las márgenes de las ideas y políticas dominantes, y que va brotando en otros lugares y contextos.

El caso más reciente y notable es el de la concesión de derechos humanos al río Whanganui (también llamado Te Awa Tupua), un río sagrado para los pueblos indígenas maorí de Nueva Zelanda, que lo consideran su antepasado. Tras 140 años de negociaciones, el río fue reconocido por el Estado como una entidad viva que debe ser protegida a fin de garantizar la continuidad plena de su existencia. El ministro que condujo las negociaciones, "las más largas en la historia de Nueva Zelanda", afirmó a su conclusión: "Te Awa Tupua tendrá su propia identidad jurídica, con todos los derechos, deberes y responsabilidades de cualquier persona jurídica". Asumiendo esta innovación jurídica y política, el ministro añadió: "la decisión de conceder personalidad jurídica a un río es singular..., y (se produce) conforme a la concepción que los iwi tienen del río Whanganui, reconocido desde siempre en sus tradiciones, costumbres y prácticas".

Este reconocimiento del pluralismo jurídico y de la necesidad de traducción intercultural entre varias concepciones del derecho y de un ser vivo titular de derechos no es una mera declaración vacía, como de algún modo terminó por suceder con el artículo 71° de la Constitución de Ecuador. Al contrario, los acuerdos incluyeron una indemnización de 80 millones de dólares neozelandeses al pueblo maorí por los daños causados al río, y un millón adicional para establecer el cuadro legal del río. Pocos meses después, y con base en los mismos argumentos, Nueva Zelanda concedió personalidad jurídica y derechos humanos autónomos a la montaña Taranaki. Según los términos de la ley: "las ocho tribus maorí locales serán guardianas de la montaña sagrada que ellas consideran su antepasado y miembro de la familia... El nuevo estatus jurídico de la montaña implica que cualquier abuso o daño causado a la misma es considerado un abuso o daño a la propia tribu". Lejos de ser una idiosincrasia neozelandesa, también en la India y en otros países están surgiendo luchas jurídicas para conceder estatuto de ser viviente y titular de derechos humanos a entidades no humanas, consideradas por la cultura occidental como parte del mundo natural. Res extensa, en la terminología de Descartes.

Resistencia de ideas e intereses poderosos. Esta innovación de legalidad intercultural no podía dejar de provocar la resistencia de políticos conservadores y de juristas. Uno de los políticos de oposición interpeló a la primera ministra con sarcástica ironía: "¿no será absurdo atribuir personalidad jurídica y derechos humanos a algo que no tiene cabeza, ni extremidades, ni sexo?" La respuesta no se hizo esperar: "¿y una empresa tiene cabeza, extremidades y sexo?". Pero la resistencia está lejos de resultar solamente de concepciones convencionales del derecho y de la naturaleza. Esta nueva generación poshumana de derechos humanos altera completamente los términos y los montos de la indemnización a pagar por daños causados al bienestar de estos seres vivos, ahora titulares independientes de derechos. Por ejemplo, la indemnización que debe pagar una empresa que contamina el río no se limita al valor del pez que se dejó de pescar porque el río murió. Tiene que incluir la restauración de todos los ecosistemas ligados al río y sus márgenes, y con ello el valor de la indemnización aumenta exponencialmente. Ya en 1944, en su libro La gran transformación, Karl Polanyi demostró que si las empresas capitalistas que provocan daños irreparables a la naturaleza tuviesen que indemnizar adecuadamente, serían inviables financieramente.

La lucha por la Madre Tierra: Las mujeres y los hombres de la isla de Maré pueden analizar estos casos y decidir si, ante la omisión de la justicia brasileña, vale la pena organizar una petición a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en sentido de que la isla de Maré, como un todo, reciba el estatuto de persona jurídica titular de derechos humanos. En vista de los ejemplos mencionados, no podrán ser considerados jurídicamente lunáticos. Por el contrario, actuarán con los pies en la tierra. O mejor, en el barro.

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