El desconcierto

El reparto de la túnica de Inés Arrimadas

Al igual que en el siglo pasado Juan Carlos I descalificaba al presidente Arias Navarro como un desastre sin paliativos, muy bien podría hoy Felipe VI descalificar igualmente a Pablo Casado como líder dada la grave situación en la que se halla el Partido Popular. Imposible hacerlo peor. Junto al seísmo político creado por los jueces que juzgan la pasada corrupción de su partido, habrá que sumar el próximo domingo el terremoto electoral catalán que, antes de producirse, indica ya que Génova a muy duras penas podrá soportar verse adelantada por Vox. No es que vaya a hundirse el PP, al menos por ahora, quien se hunde política, moral y electoralmente es una dirección que parece trabajar más para el presidente Sánchez o para la oposición liderada por Abascal.

No es una novedad el vacío directivo en el Partido Popular; ya lo vivió en 1987 cuando la dimisión de Fraga, protagonizado por ese Casado avant la lettre que fue Hernández Mancha, pero entonces los del PP no tenían una alternativa en la propia derecha como hoy lo es Vox. El hecho de que Iván Espinosa de los Monteros tuviera que salvar al Gobierno en la decisiva votación sobre la gestión de los fondos europeos, para poder ejecutar los acuerdos de los inversores con Sánchez, implica un inteligente punto de inflexión que marca un significativo giro preñado de peligros para el PP que votó en contra junto con ERC. Es la primera vez desde la transición que la derecha radical defiende los intereses de la derecha económica mientras que el PP frívolamente los ignora.

Hasta ahora habían existido tránsfugas en la política española, incluso hay acuerdos para combatirlos, pero el Partido Popular es el primer partido trans de la política española. Nacido con un rotundo sexo de derecha, niega ahora su identidad sexual y parece buscar una nueva de género que no sea de derecha ni de izquierda. Sea por la tendencia trans, sea por la propia genética franquista, el hecho cierto es que no ha votado el acuerdo de la derecha con la Moncloa, votó con el independentismo catalán. Jugar con las cosas del comer, los 140.000 millones de euros de Bruselas, para intentar buscar un atajo hacia la Moncloa es un claro signo de inmadurez política.

No en vano, tanto Alberto Núñez Feijóo como Cayetana Alvárez de Toledo, dos de las mejores cabezas del PP, aguardan con impaciencia la noche del 14 de febrero para poder relanzar una política de centro derecha o de unidad de la derecha. Uno y otra saben que con Casado caminan hacia la liquidación del Partido Popular y que, por lo tanto, urge dotarlo de una línea política coherente desde, por y para la derecha. El previsible voto de los catalanes va a ser un potente revulsivo para lograrla. Según como sea el reparto de la túnica de Inés Arrimadas, los porcentajes de voto ciudadano fugados a Vox, PP y PSC, será el arranque de este serio debate político interno del Partido Popular sobre sus perspectivas.

Ni que decir tiene que la resolución de este dilema del Partido Popular, cabalgar junto o contra Vox, es vital a la hora de encontrar una salida a la permanente inestabilidad del gobierno progresista de Pedro Sánchez. Sin una  firme oposición que dialogue y pacte, la Moncloa no lo va a tener nada fácil, en un grave escenario socioeconómico tan crítico como el que vivimos hoy y previsiblemente mañana. A nadie más que a la misma izquierda le interesa que los más de cinco millones de votos de la derecha salgan pronto, finalmente, del desconcierto al que han sido abocados por una dirección tan inexperta como aventurera, acostumbrada a confundir la actividad política con el marketing Borgen de los publicitarios fascinados por los juegos políticos. 

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