Otra economía

Costes laborales: Una mentira tras otra

Uno de los axiomas fundamentales sobre los que se asienta la economía convencional es considerar los salarios como un coste para las empresas. Sin ignorar que los costes laborales son una pieza esencial en la competitividad de las empresas y en el precio final de los bienes y servicios ofrecidos, es necesario introducir más complejidad a la argumentación.

Hay que saber, en primer lugar, que la incidencia de los costes laborales es muy dispar dependiendo, entre otros factores, del tamaño de la firma, del sector de la actividad económica donde opera, del contenido en capital de los procesos productivos que desarrolla y de su inserción en el mercado internacional. Atendiendo a estos y otros criterios, encontramos una variedad de situaciones en cuanto a la repercusión de los costes laborales en los costes globales de las empresas.

Pero, además de los salarios, hay otros factores, tan decisivos en su formación, o más relevantes aún, que poco o nada tienen que ver con ellos; relacionados, por ejemplo, con el consumo de energía, la adquisición de materias primas y bienes intermedios, el precio de los servicios contratados o los costes financieros soportados. De este modo, el precio final es el resultado de la compleja articulación de los costes laborales y no laborales.

En la fijación de los precios de las empresas hay que tener en cuenta, asimismo, el margen de beneficios con que éstas operan. En condiciones de competencia perfecta, dicho margen se determina exógenamente, pues ninguna firma puede funcionar con beneficios extraordinarios de manera prolongada, pero en la economía realmente existente, la que nos interesa a fin de cuentas, las ganancias están directamente influidas por las relaciones de poder, dentro y fuera de la firma, y por la configuración más o menos oligopólica de los mercados.

En consecuencia, el proceso de formación de los precios responde a un conjunto de factores que trasciende con mucho el plano estrictamente salarial, lo cual plantea serios interrogantes sobre la pertinencia de las estrategias económicas, empresariales y gubernamentales, sustentadas en la moderación de las retribuciones de los trabajadores; empeño que, además de injusto, resulta claramente ineficiente para alcanzar el objetivo que, al menos en teoría, justifica la implementación de esas políticas: una mejora de la competitividad-precio.

Abrir el foco del análisis daría sentido a un verdadero paquete de reformas estructurales (término desvirtuado, pues casi siempre se refiere a la desregulación de los mercados laborales) orientadas a una utilización más eficiente de los materiales e insumos energéticos consumidos en los procesos productivos, a promover la innovación tecnológica y organizativa y a revertir los procesos de financiarización de las empresas; reformas que, asimismo, tendrían que dirigirse a reequilibrar las relaciones entre el capital y el trabajo, empoderando a los asalariados, y a debilitar las posiciones oligopólicas de las empresas. Pero actuar en esa dirección no sólo significaría añadir complejidad al diagnóstico de las deficiencias competitivas de nuestra economía y romper con los clichés ideológicos que sostienen las políticas salariales, sino enfrentar los intereses de los que están obteniendo grandes beneficios con su aplicación.

 

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