Otra economía

Poder, oligarquía y crisis

El contrapunto del estancamiento salarial de las últimas décadas fue la creciente concentración del ingreso, que afectó —de manera general, aunque con desigual intensidad— al conjunto de las economías comunitarias, incluidas aquellas que se caracterizaban por una tradición relativamente igualitaria. Este proceso concentrador ha sido uno de los factores —por supuesto, omitido por la visión dominante de la economía— que dan cuenta de la crisis actual.

El grupo que se benefició del referido proceso concentrador invirtió una parte sustancial de sus ingresos en productos y servicios financieros (surgidos, en parte, de los títulos de deuda generados en el mercado hipotecario), con los que se obtuvieron lucrativas rentabilidades, que retroalimentaron el circuito financiero, sin que ello revirtiera en la economía productiva. De este modo, cada vez más, se confundían los intereses de los ricos y los de la industria financiera que contribuyeron a levantar.

Hay que considerar asimismo que la propensión al consumo del segmento de alta renta es mucho menor que la del conjunto de los trabajadores asalariados, con el añadido de que buena parte de las compras consisten en bienes de lujo adquiridos en el mercado internacional, lo cual, al mismo tiempo, tiene un limitado impacto sobre la demanda agregada y es un factor de perturbación de las cuentas exteriores.

Es importante reparar, además, en que la concentración del ingreso y del poder van de la mano, se refuerzan mutuamente. Aunque quizá de manera menos visible, pues hay menos información al respecto, también aquí encontramos una de las raíces fundamentales de la crisis económica. La privilegiada posición de los grupos situados en el vértice de la estructura social explica, en gran medida, el formato de unas políticas económicas implementadas desde los años 80 de la pasada década que favorecieron sus intereses, estrechamente vinculados, como acabo de señalar, a la industria financiera.

En definitiva unas políticas sesgadas en beneficio de unas posiciones oligárquicas que, además, ocuparon de una manera progresiva los espacios públicos. Esta ocupación, esta versatilidad entre las oligarquías económicas y las elites políticas, que algunos han denominado puertas giratorias, contribuyó a que las políticas estatales se acomodaran y sirvieran a la estrategia de los grupos dominantes (no hay más que ver la relajación de la presión fiscal de las rentas del capital y el aumento del gravamen sobre los ingresos salariales).

Se configuró de este modo un escenario de baja densidad institucional y, al mismo tiempo, de una institucionalidad funcional a esos intereses, con importantes espacios de opacidad donde anidó la industria financiera, y también donde las grandes corporaciones, nacionales y transnacionales, encontraron rentables nichos de negocio.

Por todo lo anterior, hay que decir con claridad que una salida de la crisis equitativa y democrática necesita enfrentar el problema de la formidable concentración de poder económico y político en manos de una minoría; es necesario acabar con los privilegios de la oligarquía dominante, redistribuir renta y riqueza y cambiar las reglas del juego. Podemos trasladar a la ciudadanía este planteamiento, inequívoco y rotundo. Entretanto, los partidos atrapados en el actual orden de cosas exhiben al respecto sus titubeos y vergüenzas, acumulados en un largo itinerario político de mansedumbre y connivencia con el poder, o, directamente, se alinean con los ricos.

Esta es una de las razones de los furibundos ataques de esos partidos y de los medios de comunicación a su servicio, y no la supuesta debilidad de un programa económico que, aun reconociendo que debe ganar en consistencia (no olvidemos que nos encontramos en un proceso constituyente), acierta en el diagnóstico y describe un escenario de salida de la crisis favorable a la mayoría social.

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