Otra economía

La Unión Europea fracasa ante el desafío de la pandemia

Fernando Luengo, economista
Blog Otra economía: https://fernandoluengo.wordpress.com
@fluengoe

Las autoridades comunitarias reconocen ahora, más vale tarde que nunca, que el Pacto por la Estabilidad y el Crecimiento (PEC) es de imposible cumplimiento. En efecto, ni se puede ni se debe cumplir; porque el gasto público tiene que aumentar sustancialmente en esta situación de emergencia, ¡no hacerlo o defender lo contrario es, simplemente, un comportamiento criminal!, porque los ingresos de los Estados en concepto de tasas e impuestos se van a desplomar y porque, como consecuencia de todo ello, crecerán tanto el déficit como la deuda públicos.

Esto es puro sentido común, al que habría que añadir una reflexión más amplia, de mayor calado. Poner en el centro de la construcción europea, de la Unión Económica y Monetaria y de las políticas económicas de los gobiernos la denominada "austeridad presupuestaria", utilizando un lenguaje equívoco y tramposo, ha sido más que un grave error.

Con ese planteamiento, se ha buscado el beneficio de las elites, de los países más competitivos, de la industria financiera y de las grandes corporaciones, poniendo en jaque la idea misma de Europa como proyecto. En esa coalición de intereses, que se mantiene intacta en lo fundamental, encontramos las razones de que las medidas de ajuste presupuestario (que no lo han sido para los de arriba), y las reformas estructurales asociadas a las mismas, se hayan defendido contra viento y marea; y también de que ahora tan solo se hable de un paréntesis temporal.

Su aplicación en los momentos más duros de la recesión encerró a las economías en un bucle -reducción del gasto público cuando, como consecuencia de la acumulación de deuda en las familias y en las empresas, estaba bajo mínimos el gasto privado-, prolongando el estancamiento. Unas políticas que, llevadas a cabo con especial dureza en los países y regiones con mayores rezagos estructurales, han agravado las disparidades sociales y productivas dentro de Europa, y que, en definitiva, lejos de crear las condiciones para superar la crisis, han destruido riqueza, haciendo más difícil la recuperación de la actividad económica. Eso sí, fueron la llave maestra que permitió socializar los costes de una crisis, que, no lo olvidemos, había sido provocada por una industria financiera desbocada y desregulada.

Por todo ello, no se trata tanto de poner en cuarentena el PEC, suspendiendo temporalmente su aplicación, como de cuestionar desde sus cimientos un diseño de política económica que bloquea la posibilidad de levantar una Europa cooperativa, igualitaria, sostenible y democrática.

Como he señalado antes, es evidente que, en el contexto de excepcionalidad que estamos viviendo, tanto el déficit como la deuda de las administraciones públicas seguirán una tendencia alcista. No puede ser de otra manera. Los gobiernos necesitan dedicar una enorme cantidad de recursos, muchos más de los que ahora están poniendo sobre la mesa, para contener y revertir el avance de la pandemia y para abordar las devastadoras consecuencias económicas y sociales de la misma. La pregunta clave en mi opinión es ¿cómo y quien financiará ese esfuerzo?

Parece que, una vez roto el candado del PEC, la alternativa que se abre camino para cubrir las necesidades de financiación de los gobiernos es el endeudamiento. El principio, recogido en su estatuto fundacional, de que el Banco Central Europeo tiene prohibido financiar directamente a los Estados y el diseño de un presupuesto comunitario raquítico, que Bruselas en ningún momento ha querido aumentar de manera sustancial, conectan con esa idea; obligar a los gobiernos a acudir a los mercados privados de capital y a los grandes bancos para captar los recursos que precisan.

Lo mismo cabe decir de las denominadas "políticas de flexibilización cuantitativa", consistentes en la adquisición por parte del BCE de bonos públicos y privados en el mercado secundario, facilitando de esta manera la financiación en condiciones muy favorables a los tenedores de esos bonos, bancos y grandes corporaciones, en el supuesto, que en absoluto se ha verificado, de que esa financiación sería filtrada a la economía a través de los préstamos y las inversiones.

¿Rompe con la lógica de la deuda y del negocio financiero la posible emisión de eurobonos? Lo primero que hay que aclarar es que esta iniciativa, de llevarse a cabo, supone un cambio sustancial en el actual proceder comunitario. Pero, cuando se escriben estas líneas, todavía está por ver si contará con el visto bueno, imprescindible para seguir adelante, de los países que, encabezados por Alemania y Holanda, han puesto más reservas a la activación de este instrumento. Para ellos, mutualizar la deuda, compartir los riesgos y asumir los costes y las obligaciones de los eurobonos, supone premiar el despilfarro y la ineficiencia de las economías periféricas.

Al contar con el aval comunitario, la emisión de estos bonos se realizaría a unos tipos de interés muy ventajosos -mejores que los obtenidos por los gobiernos en sus respectivas emisiones-, lo que, sin duda alguna, facilitaría la financiación de los planes de emergencia puestos en marcha en cada uno de los países. Los recursos obtenidos por los gobiernos a través de las posibles emisiones de los eurobonos no contarían como deuda pública -serían deuda de la entidad emisora-, pero, por supuesto, deberían reintegrarse, con la correspondiente carga de intereses. Desde esta perspectiva, la puesta en circulación de los coronabonos -denominados así para enfatizar su función de lucha contra la pandemia- constituiría un factor de tensión adicional sobre las finanzas públicas. Posiblemente, si la entidad emisora fuera el Mecanismo Europeo de Estabilidad, el acceso a estos recursos estaría, además, condicionado a la aplicación de un plan de ajuste macroeconómico que, mucho me temo, seguiría las mismas pautas que han tenido desastrosas consecuencias para las periferias.

Sin cerrar la vía de la deuda (y del déficit), que obviamente hay que utilizar, hay dos alternativas que, en mi opinión, deben ser consideradas y puestas en el centro de la acción política. La primera consiste en que el BCE actúe en coherencia con la situación de emergencia que vivimos; con la misma filosofía que ha obligado a la Comisión Europea a reconocer que los objetivos presupuestarios impuestos a los gobiernos deben ser dejados de lado (a pesar de haber sido recogidos en los tratados comunitarios y en las constituciones de un buen número de países). Con este mismo criterio de excepcionalidad, el BCE debería comprar deuda pública en el mercado primario, adquirirla directamente de los gobiernos -esto es, monetizarla-, incorporarla a su balance y convertirla en deuda perpetua a tipo de interés cero. La financiación aportada de esta manera no supondría un aumento de la deuda pública, por lo que el margen de maniobra de los Estados, ahora y en el futuro, mejoraría de manera sustancial.

La segunda de las alternativas pasa por exigir un esfuerzo mayor a los que más tienen. La concentración de la renta y la riqueza han aumentado en las últimas décadas y también en los años de crisis, y, en paralelo, han avanzado la precariedad y la pobreza; además, la crisis económica y social asociada a la pandemia está impactando de manera muy diferente a la ciudadanía dependiendo de su estatus y de la clase social a la que pertenece. Por todo ello, la lucha contra la desigualdad, clave de bóveda de una política de cambio en beneficio de las clases populares, es ahora más necesaria que nunca: los que más tienen deben contribuir en mayor medida a enfrentar esta situación crítica.

Situada la acción política en estas coordenadas, se podría implantar un impuesto especial sobre los grandes patrimonios y fortunas, así como sobre los bienes de la iglesia no dedicados al culto, grabar las transacciones financieras transnacionales con un perfil más especulativo, limitar las retribuciones de los principales ejecutivos de las corporaciones y los dividendos de los grandes accionistas, impugnar la deuda pública ilegal e ilegitima -sobornos, sobrecostes, incumplimiento de contratos...-, aplicar un impuesto sobre las transacciones digitales y cobrar la deuda contraída por los bancos a cuenta de los rescates realizados con erario público de los que se han beneficiado.

Algunas de estas medidas se podrían implantar a escala europea, mientras que otras corresponderían al ámbito de actuación de los gobiernos. Su denominador común es la necesidad de repartir de manera equitativa los costes de la crisis, ampliando la capacidad recaudatoria de los Estados, introduciendo más progresividad en un sistema tributario francamente regresivo y reduciendo la presión sobre los niveles de déficit y deuda públicos.

Que las instituciones comunitarias y los gobiernos actúen en esta dirección es crucial para disponer, ahora y más adelante, de recursos financieros suficientes con los que afrontar la colosal tarea de reconstrucción económica y social que tenemos por delante.

 

 

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