Solución Salina

Javier Marías, el mecanógrafo eléctrico

Javier Marías y su máquina de escribir Olympia Carrera de Luxe. / JAIME CASAL (El PAÍS)

 

Javier Marías deja escrito en el semanal de El País que renunciará a sus columnas y a sus novelas futuras si no se agencia en breve una Olympia Carrera de Luxe. Digo semanal y no EPS porque a mí eso del EP3 me suena a C3PO, con lo apropiada que era la cabecera del Tentaciones y lo bien que le sentaba la simplicidad hebrea a la androide María de Metrópolis, por no hablar de Asimo o Gizmo, que en japonés han de ser como las Jéssicas y los Máikeles de la robótica inteligente, pero en asexuado.

Yo, de máquinas, poco, más allá de una Petaco que ululaba con sólo rozarla y repartía extra balls por doquier, que a mí lo de los marcianitos nunca me fue: le daba más mérito al humeante ambiente de tapadillo de las salas de la cosa que a los zapatazos del Street Fighter. Sin embargo, he de confesar que fui uno de los pocos, me imagino, que tuvo a mal venderle la moto a mis padres para que me comprasen una máquina de escribir electrónica, un ingenio, valga el oxímoron, en la línea del MiniDisc o la televisión por cable.

La petición no vino sola a este mundo: fue la heredera directa del día que me envalentoné para pedirle a mi madre que me regalase un tabú. Entonces, la Vespino era la inestable y urbanita, pelín pija, pero apetecible; mientras que la Derby Variant era propia de una madrina con mala hostia, y no entro en el universo Rieju porque me puede, hace calor, lo políticamente correcto.

La súplica cayó en el saco roto de una casa pespunteada por el rechazo a dos especies: la animal y la de las dos ruedas a motor. Mi padre, también es verdad, había tenido varios gatos, todos llamados Petete, que se iban dando el relevo a medida que los ratones caían en sus garras. Y canarios, que solían achicharrarse al sol de una funesta tarde de verano, hasta que les dábamos sepultura en una caja de zapatos de primera comunión a la vuelta de la playa, ya de noche, todo muy en blanco y negro, a lo Robert Stroud.

Cuando la amenaza de castigo dejó de ser el cuarto de los ratones y se convirtió en la tajante prohibición de ir el sábado por la noche a Mikro (la disco del Cacaolat con Licor 43, el Ginger Ale con 100 Pipers y la primera lengua con Beefeater de mi vida), se esfumaron los gatos. Y cuando mi madre se cansó de que su marido abasteciese al canario con las mejores hojas de lechuga de la ensalada y se pasase la tarde en Razo, nuestra playa, buscando conchas calcáreas de calamar para que le diese al pico, le tocó el turno a los pajaricos.

Así como en casa nos conformamos, a falta de perros, con un gato de mil caras e idéntico nombre, yo tuve que contentarme con una bici de montaña ante la imposibilidad de colar la Vespino en el portal. Las motos, decía mi madre, eran muy peligrosas, tanto que, a día de hoy, cuando me subo en una, se me eriza el vello como si me montase en la grupa de Astroboy, un robot animado que no entiende de números y se llama como dios manda. Pero entonces insistí hasta el último minuto y, aprovechando que mi madre hablaba con mi tía Estrella —mujer osada y laboriosa, de escote generoso y moño azabache, cómprasela, mujer, cómprasela—, le dije, total, son 20.000 pelas más, pero ni con ésas.

Terminé, como os podéis imaginar, con un andamio de 30 kilos y ruedas deshinchadas aparcado en el hueco de la escalera, donde mi abuelo encerraba todo lo imposible, un espacio/tiempo híbrido del desván de La historia interminable y el mercado de pulgas de la placita Dorrego. Porque una mountain bike, aparte de tener una pronunciación jodida (mun-ta-in-baik), es un despropósito sobre el asfalto, un absurdo en la ciudad comparable al Montero, ese todoterreno de rotonda que en España no pudo ser bautizado como Pajero por temor a que el nombre de pila suramericano se les fuese de la mano.

Si la moto era un estilete entre las piernas y el chucho era un pozo de lágrimas cuando estiraba la pata, a falta de caprichos, buenas fueron las necesidades perentorias. Por ejemplo, la de un ordenador para aporrear el diccionario y redactar los trabajos de la Facultad, reacia a la escribanía. Aquí pasó un poco como con la BH, pero al revés: se trataba de pedir un artilugio asequible para no subirme a la parra de la computadora, por lo que se me ocurrió aquello del ordenador quiero y no puedo, o sea, de la máquina de escribir electrónica y su exigua pantalla de cristal líquido, que permitía visualizar tan pocas palabras que, escrita la segunda, ya no te permitía ver en el display la tercera guerra carlista.

Creo que el modelo era –y seguirá siendo, allí donde esté, en un limbo habitado por canarios cremados y gatos de libro gordo– el mismo que el de la máquina de Marías, y ya no sé si eso es bueno o si es malo. Como la encuentre, le mando una carta a su periódico y le hago un precio. Total, son 20.000 pelas menos.

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