Tentativa de inventario

Esos que se van

Esos que se van

Hay muchas formas de marcharse y todas, a su manera, pueden ser más o menos oportunas. Incluso se puede uno marchar sin haberse ido. Basta con desaparecer de cuerpo presente. Bachilleres e infractores de toda índole llevan siglos sorteando la sospecha con una práctica milenaria consistente en adoptar un porte ingrávido, como absorto en movidas de enjundia; trascendente. El evadido deja la cáscara y marcha a otro lugar mejor y más seguro (su cabeza), mientras su interlocutor se topa con un montón de huesos y tendones bien amarrados y con apariencia humana, pero sin nada (o muy poco) dentro. 

Otros, en cambio, se decantan por la versión más cacharrera del asunto, lo que viene siendo la estampida, el si te he visto no me acuerdo o el hasta luego Lucas. Pero entre la no comparecencia espiritual y esta última modalidad bullanguera, hay una opción intermedia que va de marchar con sigilo y que, de ejecutarse con solvencia, puede incluso alcanzar cotas estéticas que bien podrían emparentarle con la danza contemporánea. También es verdad que un tropiezo final en esta disciplina castiga duramente al huido y condena su intento de fuga al ámbito del gag o la pantomima, situando al potencial fugado en posiciones próximas al bochorno. Piensen ahora en el conductor madrileño al que sorprendieron en directo, según él camino de la oficina, con el maletero rebosante de víveres y ropajes.

A veces la derrota y la huida van de la mano. Recuerdo una consigna que se solía corear en un estadio de provincias perteneciente a un equipo que, si bien conoció un periodo de cierto esplendor en la década de los 70, luego se ha dedicado a merodear el averno futbolístico de nuestro país. El caso es que cuando el equipo local ganaba con solvencia (algo que difícilmente ocurría) y los aficionados rivales recogían sus bártulos, sacudían sus almohadillas y marchaban vestidos de derrota, las graderías más beligerantes repetían con insistencia un severo ¡esos que se van, de qué equipo son!.

Pensé en esa frase este viernes durante el éxodo previo al anuncio del estado de alarma. Fantaseé con una suerte abucheo periférico a los huidos de Madrid. Vecinos de Fuenlabrada, Alcobendas, Leganés o Getafe señalando a los desertores a voz en grito desde sus balcones. Solo que en este caso son los huidos los que van ganando el partido.

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