Deambulo por zona restringida con aroma a mascarilla recién estrenada. Recalo en el Real Jardín Botánico de Madrid donde un nenúfar tropical exhibió tremendo follaje hace cosa de un mes. El hito duró poco y el nenúfar del amor apenas se mantuvo a flote un par de noches para luego sucumbir en las profundidades del estanque. El feliz (y frugal) alumbramiento acuático, que situaba a la institución en una suerte de Champions League de la botánica mundial, dio paso al ostracismo habitual.
Apagados los focos, el Botánico ha vuelto a su vieja nueva normalidad de siempre; domingueros con bozal olisqueando lirios, padres en proceso de separación desfogando a la prole, entusiastas de los bonsáis y amantes bandidos, únicos en su especie y verdaderos protagonistas de la movida. Sólo ellos –quizá con la excepción del personal de mantenimiento– parecen jugar en casa, como si el Botánico les perteneciera, como si a falta de un jardín del edén donde pasear susurrantes sus zalamerías de enamorados, encontraran aquí, entre tanto esqueje y tanta vaina, el escenario propicio para ese amor urdido en el confinamiento, avivado en el desfase y desflorado en el verano de la distancia interpersonal y los hidrogeles.
Lo bueno del apocalipsis es que, como en las pelis, lo tienes todo o casi todo para ti. Un festín de orquídeas y gladiolos por el que los amantes desfilan ensimismados, como reyes exiliados en su jardin-patria, ajenos al devenir y la muerte. Una estampa que sería decadente si no fuera porque verles compartirse sin rubor, bajo un ciprés milenario y desprovistos de mascarilla, intercambiando fluidos potencialmente contagiosos sin atisbo de un mañana, tiene algo de contestatario; los Bonnie and Clyde de la pandemia, he pensado. Luego me he acordado de unos versos de Juan Bufill que leí hace tiempo y que cuando la cosa aprieta son casi un mandato: "Actuar como invitados a una fiesta / sin haber sido invitados / y sin que haya una fiesta".
Una señora atada a una niña con forma de nieta les ha afeado el incesante besuqueo sin mascarilla. Les ha instado a que cubran sus lascivas bocas o de lo contrario llamaría a la policía más pronto que tarde. Los amantes se han mirado confundidos. Igual eran guiris, me he dicho. O igual eran los anfitriones del poema de Bufill, sin invitación ni fiesta, pero a tope con su movida.
Comentarios
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