Entre leones

Los ‘asustaviejas’

En la pasada legislatura, Zapatero cambió al ponente socialista de la ley de Memoria Histórica en el Congreso de los Diputados en el último minuto. Desplazó a Ramón Jáuregui para dejarle el sitio a su amigo José Andrés Torres Mora. Mi admiración hacia el político vasco –sigo pensando que hubiera sido un magnífico secretario general del PSOE y un sólido presidente del Gobierno o un gran lehendakari-, que había estado negociando el texto durante años con el resto de fuerzas políticas, y las pocas explicaciones que se dieron, me llevaron a ser muy crítico con lo que califiqué como enésima ocurrencia del entonces presidente del Gobierno.

Sin embargo, tras escuchar a Torres Mora, me di cuenta de que me había equivocado. El político malagueño hilvanó una intervención en la Cámara Baja que me puso los pelos de punta. Contó cómo su tío abuelo Juan Duarte Martín, diácono de la Iglesia católica con apenas 24 años, fue brutalmente torturado y asesinado en 1936 por milicianos republicanos en el arroyo Bujía, en la población malagueña de Álora, por negarse a renunciar a su fe.

Torres Mora reivindicó la memoria de todas las víctimas, porque la barbarie recorrió los campos de España entre 1936 y 1939 y cercenó la vida de inocentes de uno y de otro bando. Es verdad que durante la dictadura franquista sólo sufrieron persecución los derrotados y fue hasta el exterminio.

El malagueño lo explicó con desgarradora claridad: "No comparto las ideas de mi tío, pero mucho menos las de quienes lo mataron. Merece ser honrado como todos los que murieron por defender unas ideas políticas, unas creencias religiosas o una forma de vivir sin otra arma que la palabra. Todos merecen ser llorados y honrados".

Esa posición, tan sensata como humana, la comparte hoy en día cualquier  persona decente, sea de izquierdas o de derechas.  La barbarie, proceda de donde proceda, es barbarie.

Sin embargo, monseñor Rouco Varela no se ha querido enterar aún de que aquellos días quedaron atrás para siempre, y azuzó el fuego de la división en el funeral de Adolfo Suárez con un sermón infame.

Aunque ha sido suficientemente descalificado por su miopía histórica, los sectores más conservadores de la Iglesia católica le siguen dando pábulo a las palabras del otrora presidente de la Conferencia Episcopal Española. A raíz de algún atentado aislado contra alguna que otra imagen religiosa, esta semilla ha enraizado en no pocos cofrades, que fantasean con el regreso de la quema de iglesias y la persecución que sufrieron curas y monjas en la contienda nacional.

Como si reivindicar un Estado laico o defender una ley del aborto similar a la que tiene la mayoría de los países europeos de nuestro entorno sea entonar de nuevo aquella versión popular del himno de Riego de "si los curas y frailes supieran la paliza que les íbamos a dar...". Es sencillamente una opción legítima para abundar en la España aconfesional que los españoles nos dimos en la Constitución de 1978. No supone ninguna falta de respeto hacia la religión mayoritaria de los españoles ni hacia a las minoritarias. Tres décadas largas de democracia nos han servido, entre otras muchas cosas, para aprender a respetar al diferente. Y eso ya está en nuestro ADN por los siglos de los siglos. No somos sólo rojos o azules; somos también grises; somos, afortunadamente, un estallido de colores.

Al Gobierno del PP, muy conectado siempre a Rouco Valera en cuerpo y alma a través del secreto de confesión que comparten con él algunos de sus ministros, este guerracivilismo le viene como anillo al dedo. Se siente cómodo en el discurso de las dos Españas.

Ahí puede colgar la deriva secesionista de Cataluña, que Rajoy y los suyos alimentaron oponiéndose radicalmente al Estatuto de Cataluña mientras hacían la vista gorda con otros textos estatutarios, como el andaluz o el valenciano, que tenían muchas similitudes con el catalán.

También le sirve para tapar su incapacidad manifiesta para resolver por la vía del diálogo esta grave crisis territorial. Para poder hacerlo algún día, primero debería aprender a conjugar el verbo dialogar, algo que este Gobierno no ha querido hacer hasta ahora. Después de tumbar ayer el derecho a decidir de los catalanes en el Congreso, Rajoy parece abierto al diálogo. Veremos a ver. Pero esperamos que, al menos, cambie de interlocutor, porque Margallo, gran pavo real de la política patria, sólo le gusta escucharse y no convence ni a sus más estrechos colaboradores.

Sea como sea, el Gobierno está peleado o medio peleado hasta con muchos de los suyos, y resiste a golpe de propaganda, quitando de en medio a periodistas que no comulgan con su argumentario hasta las heces. Esther L. Palomera, excelente periodista de La Razón, ha sido la última víctima de este ‘prietas las filas, recias marciales’ que Moncloa está gestionando como siniestra gestapillo. No me puedo creer que Sorayita esté detrás de estas prácticas.

Todos los que no piensan como ellos merecen ser demonizados, insultados y perseguidos. Tras los sindicalistas, los nacionalistas en sus distintas versiones, los discapacitados y sus familiares, los trabajadores españoles de Gibraltar, los estudiantes y sus padres, las feministas, los jornaleros, los chicos de la farándula, los inmigrantes, los defensores de un final negociado con ETA y los torneros fresadores, le toca ahora a los que protestan contra sus políticas de recortes, a los que salen a la calle contra su ajuste ideológico, a los que defienden la sanidad y la educación públicas contra las privatizaciones diseñadas para mayor gloria de los mismos del ladrillo, pobrecitos, tanto tiempo sin mangar.

Por un puñado de radicales violentos, que merece la misma consideración moral que Torres Mora dio a los milicianos republicanos que asesinaron a su tío –la violencia nunca puede estar justificada-, el tal Cosidó nos vende la moto de que hay una conjura judeo-masónica en marcha, un complot socialcomunistanacionalistaanarquista para socavar los cimientos del Estado de Derecho.  Es una versión moderna del ‘se rompe España’, una teoría de la conspiración que provoca más hilaridad que miedo. En Cádiz, a todos estos, con monseñor Rouco Varela al frente de la chirigota ultraconservadora, se les llama ‘asustaviejas’.

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