Entre leones

Días de pasión

Domingo de Ramos. Desde la proa del Patricia, un hotelito que abrió sus puertas en 1961 justo encima de una playa caletera de Joaquín Sorolla, me asomo al Mediterráneo gaditano. Una bandada de golondrinas dibuja con los primeros rayos de sol primaveral un amanecer para tocarle las palmas. A orillas de Torreguadiaro, con Sotogrande en la lejanía, afortunadamente, paseo por una playa infinita y me alejo a cada paso del mundanal ruido de Madrid. Cambio el rompeolas de todas las Españas por un rompeolas liviano que se deja acariciar por olas impulsadas por un viento de Levante moderado. Diviso parte de una antigua barriada de pescadores de la que sólo quedan varias barcas desvencijadas, ahora encalladas para siempre, enarbolando unos espetos de sardinas humeantes como únicas banderas.

Lunes Santo. Llevado por el ADN matutero que tenemos todos los hijos de la frontera, cruzo a Gibraltar. En la Verja, bajo la bandera de España, colas de ciudadanos en coche, colas de ciudadanos en moto, colas de ciudadanos a pie; colas patrocinadas por Phillips Morris y cía., que nos aconsejan no consumir tabaco de contrabando como si el de estanco fuera un anticancerígeno. Horas de espera. Gibraltareños, españoles y europeos en su mayoría secuestrados por esta versión miserable de la llamada Marca España, con los GRS de la Guardia Civil matando moscas a cañonazos. Y el comercio y la hostelería de La Línea, de mal en peor. Todo para que Margallo consiga un marquesado; con un poco de suerte, a ver si se lo dan en las islas Chafarinas. Ya en Gibraltar, la voz de Juan José Téllez, que presenta uno de sus últimos libros en el Instituto Cervantes, con Francisco Odas como anfitrión impecable, me saca de mi estado de indignación. Habla de hombres y mujeres, de una frontera permeable, de sueños compartidos; relata historias rescatadas de la desmemoria, y recuerda a Fernando Quiñones sin atreverse a cantar por El Mellizo. Como siempre, su verbo tiene la fuerza de la verdad sin ofender y su verso es un manantial de paz.

Martes Santo. Vuelvo a mi paraíso particular de Los Alcornocales. En el corazón del Parque, en la finca Arnaos, de José Furest, entre Alcalá de los Gazules y Jimena de la Frontera, descubro un bosque impresionante de alcornoque cuidado como si cada uno de los chaparros tuviera nombre y apellidos y se pudiera hablar con ellos en la misma lengua que empleó el abuelo de Saramago. ¡Qué pena que en La Almoraima no se escuchen ya las palabras casi élficas del alcornoque! Paso bajo un quejigal adehesado único donde pastan vacas retintas y caballos. A uno de los equinos le brota de una oreja un diminuto cuerno que lo convierte en unicornio. Entonces, en un ejercicio involuntario de alucinación, veo nítidamente a un dinosaurio corretear amorosamente tras una cierva. Observo cómo un león y un oso debaten en un claro del bosque con un gamo sobre las fábulas de Esopo y la animalidad de la humanidad. Sigo a una manada de lobos que escolta, cuan guardia pretoriana, a una cochina ‘cruzona’ y a sus siete jabatos camino de una charca. Intuyo cómo un corzo y un lince juegan en el monte bajo al escondite inglés. El olor de una paella de grana y oro y la conversación de los amigos, muy centrada en la actualidad política, me devuelven a la cruda realidad. Pero este bosque mágico nos asiste y nos lleva en una sobremesa plácida y dulce, con sabor a ron y café de pucherete –antes, por supuesto, hubo Tío Pepe, por el tapón de corcho–, que no nos anocheció porque había que regresar por un camino repleto de osos, leones, lobos, ciervos, ‘cruzones’, gamos, linces, corzos y unicornios.

Miércoles Santo. Comparto con mis hijos la final de la Copa del Rey con temor por la ausencia de Cristiano Ronaldo y pánico por la presencia de Messi. Marca Di María y mi prole lo celebra con estruendo. Yo temo la reacción del Barça y me contengo. Bartra empata de cabeza tras perdonar el Madrid y me temo lo peor. Cuando el partido caminaba inexorablemente hacia la prórroga, Gento cogió un balón a pase de Di Stéfano, aguantó un empujón de Benítez, progresó por fuera de la banda hasta plantarse solo frente a Sadurní y lo supera con la puntera por debajo de las piernas. ¡Gol de Bale! Ramos y Isco posan ante la Copa del Rey con las banderas de España y Andalucía.

Jueves Santo. Me entero de sopetón de que Isabel Valadez, madre de mi amigo Pipo, había muerto meses atrás atropellada por un coche en plena carretera de nuestro pueblo, Guadiaro. El corazón me da un vuelco. Lo busco de inmediato y me fundo con él en un abrazo de lágrimas contenidas. Isabel tenía 79 años y deja a su marido, Domingo Muñoz, con la misma edad y alzheimer. Era una mujer espectacular. Prototipo de madre sufrida, sobrellevó la trágica muerte de su hijo Domingo con una entereza tan cerrada como el luto que siempre la vistió. Con su marido, hombre bueno de pocas palabras, formaba una pareja que transmitía paradójicamente ganas de vivir. Nunca olvidaré la sonrisa de Isabel, que le acompañó hasta el último suspiro de su vida cuando le apretó la mano a su hijo Pipo para decirle adiós.

Viernes Santo. Acompaño a mi mujer a la procesión de Guadiaro desde el bar de la esquina, la Venta Toledo. Procesionan la Virgen de los Dolores y el Santo Entierro. A la primera saeta, que percibo como ‘quejío’ lejano, cierro los ojos, me abstraigo y me imagino cantándoles con el vozarrón de Caracol. Pero cantándoles a las golondrinas del Patricia, a los alcornoques y a los quejigos del Parque, al unicornio, a los gibraltareños y a los españoles que sufren las infames colas de Gibraltar, a Téllez, a Gento, a Bale, a Ramos, a Isco... Pero sobre todo a Isabel, cuya santidad era cotidiana y subirá a los altares sólo por obra y gracia de todos aquellos que supimos de su paso firme por un camino tortuoso, de sus caricias, de su ternura, de sus pucheros y guisos. ¡Arriba con ella!

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