Entre leones

El pianista

A lo largo de la historia de la humanidad, cada vez que los pretorianos, los hijos de puta de los pretorianos, han tomado el gobierno y la calle, han llevado a cabo una purga en la sociedad, una purificación de la especie para perpetuar a lo largo de los siglos el gen de la barbarie, ese que nos recuerda la fiera que llevamos dentro y que devora nuestros rasgos de civilización.

Hitler, uno de los jefes del pretorio más famosos, intentó exterminar a todos los judíos de Europa y asesinó a seis millones de ellos. También se llevó por delante a millón y medio de gitanos, así como todos los negros, mariquitas, poetas, músicos, maestros, pintores y disidentes que se pusieron a tiro de pelotón de ejecución o rondó cerca de una cámara de gas.

Francisco Franco, como alumno aventajado del führer, no se quedó corto y sembró las cunetas de media España de los mismos inocentes tras provocar una guerra civil que casi dejó a España sin españoles. Y lo dejó todo muy atado y muy bien atado para que desenterrarlos y enterrarlos como Dios manda fuera misión imposible en esta democracia de baratillo, chanchullos y apaños que nos viste y calza.

Al otro lado del cuadrilátero ideológico, Stalin se llevó la palma. Un carnicero en toda regla que convirtió la revolución soviética en un enorme gulag, en otro inmenso cementerio más de inocentes, en un camposanto tan grande como la gran tundra rusa. Allí, con todos ellos, enterró los sueños revolucionarios de un proletariado que aspiraba a quitarse las cadenas de la esclavitud preindustrial y caciquil para siempre.

Así ha sido y así seguirá siendo para nuestra vergüenza hasta que los pretorianos perpetúen su monstruosa especie asesinando a todos los inocentes, a todos los disidentes. Hasta borrarlos de la faz de Tierra con sus espadas de terror.

Ahora mismo, en Gaza, estos halcones con el pecho de lata, capitaneados por un tal Netanyahu, están volviendo a dejar su sello de muerte y destrucción. Con la excusa de vengar a tres jóvenes israelíes asesinados vilmente por otros bárbaros como él, el primer ministro del Pueblo de Dios, digno sucesor del carnicero de Sabra y Chatila, está aplicando la ley del Talión, matando más inocentes a cañonazos, masacrando a niños, mujeres y ancianos sin perdón, provocando que los seis millones de judíos asesinados por Hitler se revuelvan en sus tumbas por este nuevo holocausto provocando por los de su propia sangre.

Hasta el pianista de Roman Polanski toca estos días en la Franja  la Maurerische Trauermusik de Mozart en señal de duelo por los palestinos asesinados por estos nuevos pretorianos.

Pero a veces un inocente escapa de la barbarie, y vaciamos el lagrimal para llenarlo de esperanza. Eso es lo que ha ocurrido hace apenas unos días en Argentina. Treinta y seis años  y cinco horas después de que su madre fuera asesinada por la dictadura militar argentina (1977-1983), Guido Montoya Carlotto, el nieto desaparecido de la presidenta de las Abuelas de Mayo, apareció de repente, como una explosión de fuegos artificiales que iluminó la memoria y la justicia en un país de nuevo al borde del precipicio.

A los argentinos les dio la llantera, un caudal de lágrimas reparador y liberador. La quiebra de tanta mangancia de sus políticos ha quedado aparcada para celebrar el milagro 114: 144 bebés robados y recuperados. Quedan 400 por aparecer entre 30.000 desaparecidos que se perdieron para siempre en aquella noche cerrada de locura que protagonizaron los militares durante seis terribles años.

Pero está Guido, que durante esos 36 años ha vivido como Ignacio Hurban –Pancho para los amigos-, criado por un peón de campo y su señora esposa, dos apropiadores, dos inocentes quizás, para creer que es posible vencerles aunque sea después de muertos.

Vos, Guido, tócales al piano un tango arrabalero para que sepan que no van poder nunca con nosotros, con tus papás, los judíos, los palestinos, los rojos, los negros, los mariquitas, los disidentes, los poetas, los pintores, los músicos, los maestros... Golpea muy fuerte, pianista, para que comprendan que los inocentes nunca se callarán, nunca se rendirán. Y si no se enteran, si no quieren escuchar la melodía de la resistencia y de la justicia, tírales el piano a la cabeza.

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