Entre leones

¡Quitad vuestras sucias manos de mi oficio!

Según el Informe Anual de la Profesión Periodística de 2013, que ofrece datos del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE), en septiembre del año pasado, había 10.560 periodistas registrados como parados en primera opción, un 1% más que en 2012. El crecimiento es casi insignificante, pero estuvo precedido por un aumento del 132% del paro registrado entre 2008 y 2013. De estos periodistas parados a finales 2013, el 63% son mujeres y el 37% son hombres. Andalucía, Cataluña y Madrid concentran el 56% del paro periodístico.

En cuanto a destrucción pura y dura de empleo, desde mediados de 2008 hasta octubre de 2013, se vieron afectados 11.151 empleos periodísticos en España, 4.434 –un 40% del total- en 2013, no solo de periodistas, sino de trabajadores de los medios de comunicación en general. Asimismo, desde mediados de 2008, se cerraron en España 284 medios, 73 de ellos en 2013. Casi con toda seguridad, el informe de 2014 mantendrá la misma tendencia que el de 2013: un crecimiento muy pequeño del paro o incluso una ligera recuperación de empleo; eso sí, un tajo precario o muy precario.

Pero el panorama tras estos años de brutales Expedientes de Regulación de Empleo (ERE) –los de las televisiones autonómicas de Madrid y Valencia son quizás los más inmundos de todos-, despidos procedentes o improcedentes, bajadas de salarios y cierres de medios es devastador para una profesión que en nuestro país fue abanderada de las libertades.

El punto más álgido de prestigio del oficio se produjo el 23 de febrero de 1981, cuando la inmensa mayoría de los medios de comunicación apostaron contra el golpe de Estado protagonizado por el coronel Antonio Tejero. Pese a que muchos de los editores y directores del momento procedían sociológicamente del franquismo, la defensa que hicieron del régimen democrático resultó decisiva para que la intentona no prosperara. En la memoria de todos quedarán para siempre el despliegue de la Cadena SER y las primeras ediciones de El País y Diario 16.

De aquella generación, que llevó a cabo un acto de contrición en toda regla, nacieron otras generaciones de periodistas, mejor formados si cabe y dispuestos a alinearse con el mejor periodismo europeo y norteamericano. Y durante años lo practicaron, salvo algunas excepciones de triste recuerdo –la más infame sigue siendo para mí la paranoia etarra con el 11-M-, de forma más o menos ejemplar, haciendo de contrapeso del poder establecido. Atrás quedaron 40 largos años en los que los periodistas eran escribanos, gacetilleros o víctimas propiciatorias de los censores.

Pues bien, casi todos esos periodistas, mayores de 50 años la mayoría, están entre los caídos por la crisis. Sustituidos por otros periodistas más jóvenes y con sueldos de nuevos pobres -por eso, como detectó Manu Leguineche, debe ser que sólo beben agua-, a veces reaparecen en un digital e iluminan la escena con una historia, una simple historia. Una rara avis en el periodismo de nuestros días. José Yoldi, en el universo madrileño; Óscar Lobato, en el andaluz, son plumas que echo de menos porque siempre admiré el sublime arte de tocar las pelotas a los gilipollas.

Pero son un ejército, un ejército de héroes del periodismo que empezaron a ser prescindibles en la primera línea de fuego cuando los imbéciles se adueñaron de los medios de comunicación. No sé exactamente cuándo se jodió el oficio. Quizás tengan razón los expertos y la culpa de casi todo desemboque en Internet. Aunque no soy muy adicto a las redes –en este sentido, me siento algo pretecnológico y no cambio un buen libro por una manta de sandeces en twiter o FB-, no creo que en ellas esté el problema. Seguramente, en ellas esté la salvación ante unos medios que, en los tiempos que corren, se venden al mejor postor por un plato de lentejas.

Antes de que Internet fuera una revolución, los editores norteamericanos encargaron un sesudo estudio para saber el porqué de una importante caída de ventas. Los lectores fueron muy expeditivos: sólo escriben sobre temas que interesan a ustedes y a los políticos. Las historias, las buenas historias, ya estaban entonces en plena decadencia.

Para colmo de males, como advirtió el maestro Kapuscinski pocos años antes de morir, los contables se apropiaron de los medios hasta convertir las palabras y las letras en números y balances. A ellos me gustaría pedirles de la forma más educada posible, o no:  ¡Quitad vuestras sucias manos de mi oficio!

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