Entre leones

La mala memoria

En tiempos de ZP, Rajoy se quejaba amargamente en el Congreso de que había cuestiones de Estado –por ejemplo, las reformas estatutarias o el punto y final de ETA- que el PSOE debía pactar con el PP sí o sí. No le faltaba entonces razón. Al final es verdad que socialistas y populares llegaron incluso a enjaretar una reforma exprés de la Constitución para introducir el concepto de estabilidad presupuestaria. Eso sí, con la perspectiva que da el tiempo, ha quedado reducida a un apaño de la casta con dudoso recorrido democrático, que dirían los chicos de Podemos.

Sin embargo, desde que aterrizó en La Moncloa gracias a la mayoría absoluta que los españoles le dieron al PP en las elecciones legislativas de 2011 para enterrar una parte del legado de ocurrencias de ZP, Rajoy ha perdido la afición por pactar esas cuestiones de Estado o similares.

Así las cosas,  el presidente del Gobierno está dispuesto a sacar adelante en septiembre la elección directa de los alcaldes sin el apoyo del PSOE. Es decir, a nueves meses de las próximas elecciones municipales, cuando las maquinarias de los partidos están a punto de arrancar, quiere reformar la ley electoral sin el apoyo del principal partido de la oposición. Desde la restauración democrática, la única reforma de la Ley Orgánica de Régimen Electoral General se produjo en 2011 y contó con un amplísimo consenso tras un proceso que arrancó tres años antes.

Y no es que la elección directa de los alcaldes sea una modificación legislativa descabellada. De hecho, en muchos países de nuestro entorno los primeros ediles son elegidos directamente por los ciudadanos y no por los concejales, y se ha logrado poner coto a las corruptelas y pasteleos asociadas a los actos de transfuguismo y a los pactos antinatura financiados por intereses inmobiliarios o de otra índole. Pero tampoco es la panacea. Las coaliciones no son malas si están basadas en programas electorales, obedecen al interés general y están gestionadas por políticos eficientes y honrados.

Pero la reforma electoral planteada no cuenta con el procedimiento adecuado ni tampoco es oportuna. En definitiva, de consumarse, sería un acto precipitado y partidista que sólo busca beneficiar al PP en los próximos comicios locales. Ante unas perspectivas electorales que auguran una pérdida de un buen número de municipios ante la irrupción de Podemos y la posible recuperación del PSOE, Rajoy quiere cambiar las reglas de juego con los jugadores y el árbitro a punto de saltar al terreno de juego.

Pero lo peor de todo es que esta reforma de la ley electoral pondría en cuestión el resto del plan de regeneración democrática que el Gobierno pretende aprobar en los próximos meses. Porque un partido que está dispuesto a forzar sin anestesia la situación hasta el extremo de imponer al resto las reglas de juego que más le convienen, poca o ninguna voluntad de regeneración democrática puede tener. Y eso, por mucha literatura y propaganda que le echen, que en estas materias el Gobierno es un consumado experto, la mayoría de los ciudadanos lo va a percibir como un nuevo acto de nepotismo. Y la gente no está ya para muchas más bromas.

Además, claro, está aquella firme convicción que tenía Rajoy cuando opositaba a la presidencia del Gobierno de que las cuestiones de Estado, las cuestiones mollares, las cuestiones de interés general, deben ser pactadas por los dos grandes partidos. Si comparece en el Congreso, la oposición pondrá preguntarle por su mala memoria.

Pedro Sánchez, que se enfrentará  en las próximas elecciones municipales y autonómicas a su primera prueba de fuego, tiene como primera tarea parar esta reforma electoral, si no quiere que propios y extraños le empiecen a mover la silla de cara a su candidatura a la presidencia del Gobierno. Porque está claro que la elección directa de alcaldes limitará las posibilidades de éxito del PSOE ante la división del voto de la izquierda que se producirá. Curiosamente, esta reforma, que intenta apuntalar en teoría un debilitado bipartidismo, beneficiará, aparte de al PP en España, a Bildu en el País Vasco.

Quizás en vez de responder con un nunca-jamás, Sánchez debió reaccionar a la oferta popular con un no (con la boca chica) de entrada, como aquel que pronunció Felipe ante el marrón de la OTAN. Pero tampoco está nada mal que ofrezca ahora una respuesta firme y contundente ante una nueva trola del Gobierno. Si tiene que hacerlo, ya tendrá tiempo de rectificar de cara a 2019, que cuatro años en política son una eternidad.

Además, con el vicesecretario general de Política Local del PP, Javier Arenas, como vendedor de la moto, cuanto antes se acabe la broma, mejor. No vaya a ser que le acabe robando la cartera a Sánchez en un descuido.

 

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