La revuelta de las neuronas

Recuperar la alegría para organizar la rabia

Foto: Lorena Pajares (www.flickr.com/photos/lo_)
Foto: Lorena Pajares (www.flickr.com/photos/lo_)

El tiempo que nos ha tocado vivir ha exaltado siempre la excepcionalidad del presente,  la seguridad de que por ciencia infusa se evitaría caer en los horrores pasados, como también, la confianza en una vacuna contra posibles derivas futuras. La impresión que teníamos en la cabeza aseguraba que nada de lo que ya ha pasado podía volver a ocurrir y todo lo que estaba por venir, se perfilaba como una línea continua, como más de lo mismo. Aunque no sepamos casi de dónde venimos y mucho menos todavía a dónde vamos, existía una asumida conciencia policial, es decir, la certeza del mantenimiento de un determinado orden comunitario, de estabilidad de lo que existe sin que puedan existir fugas, rupturas o alteraciones sustanciales. Pero la democracia no es estática, o se amplía o se reduce, o se avanza en una mayor democratización o se retrocede en la des-democratización cuya regresión a veces es tal, que puede anularla por completo. Decía el filósofo Baruch Spinoza en el siglo XVII, que nada de lo que es, de lo que existe y persiste, se debe a una esencia en su origen, pues necesitan el mismo poder para continuar siendo que el mismo que necesitaron para empezar a ser. Esto nos conduce a pensar que no hay razón alguna por la que nuestro periodo histórico, nuestro paso por la vida, quede exento de las pasiones que han azotado en otros tiempos la existencia humana. Para continuar siendo lo que se es, hay que mantenerlo a lo largo del tiempo, la democracia no es nunca un papel ni un régimen jurídico que levita por encima de las relaciones sociales, sino que es un reflejo directo de lo que sucede en la sociedad y la manera de gestionar  sus contradicciones y choques.

Este es el punto en el que se siente un verdadero vértigo y pavor al observar la acelerada corrosión de la democracia existente, ante la pasiva mirada que asume con normalidad el desgarro de lo conseguido. Las líneas rojas, lo inimaginable, deja de serlo en el momento que se prueba atravesarlo. Cuanto más nos acostumbramos al ninguneo de la democracia con mayor naturalidad aceptamos la degradación social. Se pensaba que lo que se criticaba en otras latitudes aquí no podría pasar porque supondría un escándalo, pero cuando sucede en el tiempo presente y no en los libros de historia, se acepta, se ignora o simplemente resulta indiferente. En 2007 el índice de pobreza severa afectaba al 3,5% de la población, esto es, personas que viven con menos de 307 euros al mes; en 2013 el porcentaje asciende al 6,4%, alcanzando ya a unos tres millones de personas. Entre mediados de 2012 y la primera mitad de 2013 el número de millonarios (patrimonio superior a 740.000 euros), aumenta un 13%, llegando a las 402.000 personas. Las grandes empresas prevén que entre 2013 y 2014 el coste laboral se reduzca un 1,5%, a lo que se añade una disminución de un 23% en los costes de despido desde la última reforma laboral. Gota a gota, a veces cae un chaparrón, luego parece que sale el sol y al día siguiente vuelve a llover, así es como funciona la meteorología de la servidumbre que cuanto más se intensifica más complicado resulta combatirla. Cuando el miedo se apodera del corazón social y a la sangre le cuesta llegar al cerebro colectivo nos vemos desarmados. No hay puntos límites, solo el que seamos capaces de imponer, no hay una moralidad que trabaja para el bien de todos y todas, no hay nada que no vaya a ser peor mañana si no lo evitamos hoy.

Pero el equilibrio de la dominación siempre es precario, también deben mantenerlo, se puede quebrar, se puede cambiar cuando el elemento de la distorsión rompe los esquemas y aparece la política que ni estaba ni se la esperaba. Recuperar la alegría arrancándosela al refugio infausto del pensamiento positivo, al apego a la derrota y al deseo de la marginalidad. Reinterpretar la ambición de ganar, alterar las relaciones de poder, mover los cimientos, descolonizar el Estado de la casta reinante. Para ser más libres tenemos que poder razonar y decidir colectivamente lo mejor para todos, en lugar de insistir en un modelo donde el temor provoca el beneficio de uno pocos mientras el resto nos ahogamos en nuestra propia burbuja. La singularidad no es incompatible con la comunidad. Debemos elegir entre creernos seres especiales, mejores que otros, como copos habitantes de un desierto desolador que nos derrite uno a uno, o convertir nuestras diferencias en nieve, provocar un alud y modificar el orden de los factores para que se altere el producto.

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