La COP25 también va de correlación de fuerzas

La COP25 también va de correlación de fuerzas

Cuando la correlación de fuerzas no da, nada se consigue. Los dirigentes de cumbre en cumbre. Los pueblos de valle en valle. Anegados por las aguas, desertizados, devastados.

Y sin embargo contábamos en la Cumbre sobre el cambio con tres refuerzos para que tuviera éxito: en primer lugar, las conclusiones del 100% de los científicos de Naciones Unidas que certifican que el calentamiento global es producto de la actividad humana. Han medido las subidas de la temperatura y han puesto fecha: no tenemos ni diez años para revertir las emisiones de CO2. El calentamiento de la Tierra tiene que subir menos de 2ºC y 1,5º sería lo inteligente. El CO2 que emitimos debe reducirse el 55% hasta 2030. Cifras que solo los mercenarios niegan.

En segundo lugar, la conciencia de la gente protestando en las calles, en la propia cumbre y en los medios de comunicación, especialmente la gente más joven, con la figura emblemática de Greta Thunberg. Gente que mira hacia adelante y se han asustado por el remedo de planeta que van a heredar.

Y en tercer lugar, el apoyo de los principales partidos, salvo los negacionistas de la extrema derecha que suman a sus bravuconadas delirantes la negación del cambio climático como una forma de desafío al sentido común propio de quien si no regüelda, eructa y se ventosea en público cree que le están robando su democracia. Es cierto que arrastran a la derecha neoliberal, pero chocan con la derecha tradicional que tiene ojos para ver lo que está pasando con los ríos, el agua, las lluvias, las cosechas, la contaminación o las cuatro estaciones que están desapareciendo. Pero han pesado más las grandes empresas y el modelo de consumo.

En esta cumbre de Madrid, que tuvo lugar porque en Chile el pueblo está en la calle pidiendo democracia, las principales potencias han demostrado que son rehenes de dos monstruos: las grandes empresas que necesitan beneficios enormes cada tres meses; pero también de un modelo de desarrollo que han inoculado a sus pueblos, que miden el bienestar por un consumo estúpido y que les permite gobernar como si drogaran a los electores aunque estén hipotecando el futuro.

El fracaso de la cumbre bebe del miedo que paraliza, del miedo que vacía la protesta, del miedo que nos hace escoger entre morirnos o matarnos. La gente está angustiada ante tanta incertidumbre laboral, ante el futuro de las pensiones, con la aceleración tecnológica y la destrucción de empleo, con una globalización que te convierte en impotente vista desde la ciudad o el pueblo en el que vives, miedo de no llegar a esa pauta de consumo que ves en los anuncios, las películas, las revistas, en youtube o Instagram. Y les viene bien que alguien les diga: tú tranquilo que lo más importante es que eres de aquí, aunque ese aquí sea España, Francia, Polonia, Hungría o Catalunya; tú tranquilo que la culpa no es tuya sino de otros, de los inmigrantes, de los que te roban y también de los izquierdistas; tú tranquilo que puedes hacer lo que te dé la gana porque yo, que soy tu político, soy igual de bravucón que tú. Y ese discurso se lo refuerzan los programas de variedades, las tertulias, los periódicos pantuflos y las radios tronitonantes y plurinecias, que son como la radio de los Hutus mandado a exterminar a los tutsies en Ruanda.

Repiten que no se puede cambiar nada para así quitarle la ilusión al pueblo y desactivar la rabia. La batalla es cultural: no quieren que imaginemos desterrados a los que quieren que la desertización del mundo y de la vida condenen a las mayorías a la desesperación y la resignación. Creyeron que después de la quiebra de Lehman Brothers la gente iba a colgarles de las farolas. Pero como no pasó nada, volvieron a apretar. Hay culpables de que las cosas no funcionen. Son los poderosos. El fracaso de la COP25 y su negativa a cumplir con el artículo 6 del Acuerdo de París que defendía los derechos humanos clarifica la postura del poder: nos quieren callados, encarcelados, envenenados o muertos. Tomemos nota.