Corazón de Olivetti

España está que arde

 

La cosa está que arde. Y no sólo por el fuego que, este verano, asoló La Gomera o la Costa del Sol. Sino porque las llamas están arrasando el sistema de salud pública y universal, la educación para todos y Radiotelevisión española. El fuego ha devorado ya numerosos derechos sindicales, ha quemado salarios y monte bajo. Ahora amenaza también con achicharrar nuestro viejo ordenamiento judicial, nuestras antiguas garantías como si fuéramos todos un simple musulmán en alguna cárcel secreta de la CIA.

Y si Gibraltar y el Peñón de Vélez de la Gomera no nos sirve para distraer la atención del personal, sempre será bueno que exista un  Jarabo. Sean inocentes o culpables, la gente se distrae con los sacamantecas, con las fechorías de los malandros, en tanto olvida a Honoré de Balzac, quien en "Un asunto tenebroso" nos advertía claramente de que "detrás de cada fortuna existe un crimen". Mientras nos entretenemos reclamando la cadena perpetua revisable para cualquier destripador, nos olvidamos de que Bankia atraca nuevamente al FROB oculta bajo el pasamontañas del Consejo de Ministros.

Cualquiera entiende que una victima o sus allegados pretendan despellejar a quien les ha rebanado las piernas o asesinado a un pariente. Pero si la justicia tuviera que ser ejercida por quienes sufren la injusticia, mejor sería que enviáramos a la papelera de reciclaje a ese tal Montesquieu y al Derecho Romano y nos quedáramos tan sólo con la Ley de Lynch, con el ojo por ojo y el que esté libre de culpa que tire la primera piedra. Pero verán que, al menos hasta que la telebasura demuestre lo contrario, somos más quienes confiamos en el Estado de Derecho y en las garantías procesales, por mucho que a menudos nos repeluznen.Y , en democracia, la ley no es un traje a medida sino prêt-a-porter, igual para todos, aunque de vez en cuando le saquemos el dobladillo y pretendamos alargar los días de detención de los sospechosos de terrorismo o de inmigración clandestina, saltándonos a la torera todas las convenciones de Derechos Civiles.

La ley nos juzga por igual. O así, al menos, debería ser, ya fuésemos Ruiz Mateos a sueldo de su señora de la limpieza, etarras moribundos o energúmenos sospechosos de haber asesinado a Mari Luz, a Ruth y a José, a Rocío Wannikopf o a Marta del Castillo. A tal delito, si se demuestra, tal condena. Y aquí paz y después gloria. Cuando la inocencia muere de un nueve milímetros parabellum en la nuca, de un navajazo, de un golpe o de una hoguera en la finca de Las Quemadillas, la humanidad toda se siente culpable y exige sacrificios humanos para evitar el dolor terrible de asumir que el monstruo vivía en la casa de al lado, que era alguien que no despertaba sospechas, que nos saludaba amablemente al comprar el periódico y que hacía bromas cuando el ascensor se atacaba entre dos pisos. Tendríamos que haber sabido que era un vampiro, nos reprochamos al comprobar que su imagen ya no se refleja en los espejos sino en las páginas ensangrentadas de las páginas de sucesos.

De nada vale recordar que el concepto de cadena perpetua que existe en Europa es mucho más leve que el encadenamiento convencional de condenas que existe en España. Y que por mucho que se diga, y que a veces sea cierto, que la policía mete a un chorizo por la puerta del juzgado y sale libre por otra en un plis-plás, lo cierto es que hay gente sin delito de sangres que se han tirado más de cuarenta años en el chabolo: y Miguel Montes Neiro, recientemente liberado tras un larguísimo folletín judicial, no supone por cierto una excepción.

Los ministros, en el afán populista de que los votantes miren hacia otro lado, hablan de cárceles españolas con piscinas climatizadas y televisión de plasma en las celdas. ¿Dónde están? En gran parte, nuestras prisiones se encuentran hacinadas y con mayor número de enfermos mentales que de delincuentes con la cabeza bien amueblada. Nuestros centros penitenciarios son el coche escoba que recoge lo que la sociedad rechaza, ya sean majaretas o drogodependientes que pegan a sus madres para forzarlas a empeñar el somier para pagarles una dosis de metanfetamina.

Hasta ahora, y bienvenido sea, se mantiene el pacto tácito del rechazo a la pena de muerte, quizá porque nuestro disco duro recuerde todavía las ejecuciones sumarísimas de nuestras cunetas y tapias de cementerios. Sin embargo, se abre paso el albur de la cadena perpetua revisable o de la ampliación de condenas a la carta, que pretende llevar a la ley Alberto Ruiz Gallardón, sin encomendarse a ningún jurado que no sea el del populismo y la demagogia. Hay quien piensa que las celdas sólo sirven para aparcar a los malos durante un tiempo y tirar la llave del calabozo si su culpa es suficientemente horrenda. Pero muchos confiamos sin embargo en Concepción Arenal, que odiaba al delito  pero compadecía al delincuente. Y tenía meridianamente claro que el único fin de esas rejas estriba en rehabilitar a quienes se encuentran al otro lado. Dudo mucho que el Jarabo, aquel célebre asesino del franquismo, hubiera podido reinsertarse en la sociedad. Pero, sin embargo, la dictadura no le dio nunca semejante opción. ¿Y quien nos dice, sin embargo, que fuera definitivamente culpable? Cualquier imputado merece un juicio justo. Y la justicia, en todo caso, no debe impartirla en solitario un policía en los platós de diseño del prime time. También es necesario que exista una condena justa y proporcional al delito cometido. Y deberá ser todo lo severa posible con cualquiera que mate, por ejemplo, a dos niños indefensos. Pero el culpable de dicho crimen deben decidirlo los tribunales, no las audiencias.

 

 

 

 

 

 

 

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