Corazón de Olivetti

Libre te quiero

 

En estos días en los que tanto muere también lo hizo Agustín García Calvo: libre te quiero, escribió durante media vida sin que se supiera a ciencia cierta si se refería a un amor o a un pueblo, o a ambos al mismo tiempo, o a uno y a otro indistintamente. Y también, bajo los últimos almanaques, viajó hacia el cielo autogestionario de los anarquistas Juan Pérez Silva, el hijo de María La Libertaria; la única superviviente de la choza del Seisdedos, en la Casas Viejas de la Segunda República, del ni muertos ni herido, los tiros a la barriga, y una de las intrépidas mujeres asesinadas por el fascismo durante las primeras horas de su larga noche.

Ambos buscaron largamente algo: una madre muerta y cuyo cadáver sigue en paradero desconocido, o una icaria en donde no existan necesariamente las pesadillas. Ya se sabe que las grandes depresiones económicas, históricamente, han reforzado los totalitarismos y le han cortado las alas al movimiento libertario. La revolución española no fue posible a finales de los años 30, bajo las sombras tenebrosas y la artillería graneada de Adolf Hitler, de Benito Mussolini o de Francisco Franco, aunque también bajo la tiranía temible con que Jose Stalin aparentó proseguir con la utopía leninista. Así que, aquí y ahora, ¿dónde irán a parar en estos días las banderas rojinegras?

Las encuestas aseguran que cada vez hay más ciudadanos desafectos con respecto al actual sistema de partidos. Sin embargo, ¿supone todo ello una afiliación masiva a la CNT o a la CGT, las dos centrales que se disputan la herencia del anarcosindicalismo español? Me juego las lentes oscuras de Fermín Salvochea a que no. Más allá de la reivindicación asamblearia que en gran medida encarna el 15-M, el compromiso anarquista al que nos condujeron similares circunstancias del pasado se reduce hoy a una acracia pija que lo que más que llega es a simpatizar con Rosa Díez o a poner rumbo hacia un nihilismo peligroso del que no participan curiosamente los electores de la derecha.

Así que no me extraña que Agustín García Calvo la espiche y las campanas del alma intrasplantable tañan con música de Amancio Prada o de Chicho Sánchez Ferlosio. O que Juan Pérez prosiga quizá como un alma en pena buscando a una madre tan desaparecida de la actualidad de hoy como la condena efectiva del franquismo y la sombra del Valle de los Caídos que sigue pesando como una lápida sobre el corazón de todos los demócratas españoles. Ellos no querían libres, ¿y qué es lo que somos? Los esclavos de las troikas sin perestroika, desbancados por la banca, que votamos a Guatepeor por escapar de Guatemala y que además de una mayoría absoluta sufrimos una mayoría absolutista. Los que vamos a tolerar que nos privaticen hasta la reválida, los que creemos que huelgan las huelgas porque nos salen demasiado caras o aceptamos que nos echen el cierre a los espacios públicos usando cobardemente para ello la muerte de tres chicas que nunca debieron morir.

España da miedo y no es por Halloween. Emprendemos –rojigualdos, jacobinos o periféricos-- una guerra de banderas en vez de abanderarnos todos por la explosión incontrolada de lo público a favor de pelotazos particulares, desde la reforma de la Ley de Costas a que paguemos a pachas las costas de la deuda financiera y de la burbuja inmobiliaria.

Que al que dio la Sibila sus dones últimos –parecen decirnos ambos-- cante la podredumbre del Progreso. Agustín García Calvo y Juan Pérez Silva quizá no se conocieron nunca. Pero sabían perfectamente que ganase Obama o ganase Romney, para los apaches siempre saldrá ganando el Séptimo de Caballería. Que lo que importa no es necesariamente el euro o la peseta, sino como se reparten las monedas. Que no interesa tanto el sistema de producción sino quien es el propietario de sus medios.

Por eso decidieron morir por sus ideas como quería Georges Brassens, lentamente, de muerte natural. Ahora, junto o por separado, le estarán gritando ni Dios ni amo a los caciques de la otra vida. Pues si es que existe un más allá, seguro que los déspotas seguirán controlando el cotarro con un batallón de arcángeles antidisturbios; aunque de vez en cuando alguien les amargue queriéndonos libres. Como pájaro que vuela de peña en peña.

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