Corazón de Olivetti

Nana para un aborto imposible

 

El Deteuronomio, ese libro tan simpático al que suelo citar en este blog, lo advierte. También lo hace el Levítico o el libro de Ezequiel, todos ellos incluidos en ese fascinante bestseller al que llamamos la Santa Biblia: "En la Ley se declaró vez tras vez la prohibición del Creador sobre el ingerir sangre para sostenerse la vida. La sangre es la vida; así que no deben comer la vida junto con la carne. Lo que deben hacer es derramarla en la tierra como agua. No la coman, y les irá bien a ustedes y a sus hijos por hacer lo recto". De ahí que los testigos de Jehová entiendan que no se deben practicar las transfusiones de sangre porque, en realidad, recibirla sería como ingerirla; como devorar el alma de otras personas. Más o menos, un acto de canibalismo desde su punto de vista.

¿Cómo le sentaría a usted, señor Kiko neocatecumenal, señora Legionaria de Cristo, agradable matrimonio del Opus, que un gobierno afecto a los testigos de Jehová prohibiese o limitase severamente las transfusiones de sangre? Los Testigos también rechazaron durante cierto tiempo las vacunaciones y los trasplantes de órganos. Ya no es así y, en cualquier caso, no legislan al respecto: se limitan a dejar la decisión final al libre albedrío de sus creyentes. Ojalá en lo referente al aborto, los católicos fueran tan permisivos como esa otra confesión, secta o como quiera que les llamen propios o extraños.

No hay ninguna evidencia científica que revele la existencia de un ser humano en las primeras semanas de embarazo: ese cúmulo de azares y deseos, zigotos y espermatozoides en un mar de dudas o de esperanza no puede, más allá de la mitología de algunas creencias religiosas, empujarnos a la compasión de una persona hecha y derecha ante la cámara de gas, ante la horca o el añejo garrote vil. No conozco a nadie que sea partidario del aborto: desconfíen de aquellos que pregonan que es una especie de deporte, que las mujeres van por ahí quedándose preñadas para provocar a la Santa Madre Iglesia como una suerte de remasterización de las brujas de Salem. Tampoco es, como alardean los voceros del Espíritu Santo, una simple práctica anticonceptiva, cuando la tan denostada ley de plazos actualmente en vigor ha logrado disminuir el número de interrupciones del embarazo durante el último año.

Prohibir un aborto en un plazo de tiempo razonable basándose en la humanidad ubérrima del nasciturus guarda la misma catadura que prohibir las masturbaciones. Claro que quizá sea ese el paso siguiente que pretenda legislar el Gobierno: ninguna espuma que no sirva para la reproducción, ningún beso que no conduzca al matrimonio.

Este país no deja de sorprendernos: aquí se lío parda cuando el extinto ministerio de Igualdad a secas pretendió que las chicas mayores de dieciséis años pudieran acudir solas a abortar, al igual que lo hacían para otro tipo de operaciones, incluso aquellas que entrañaban un claro peligro de vida o muerte. Todo era un ir y venir de alaridos mediáticos, velas negras contra Bibiana Aido y sus secuaces, rogativas y peregrinaciones con jaculatorias. ¿Nadie va a decir nada ahora cuando Alberto Ruiz Gallardón pretende decidir por cualquier madre y obligarla a tener un hijo con malformaciones congénitas bajo el mismo gobierno que recorta hasta la nada la ley de Dependencia?

Frente a la ley de Salud Sexual Reproductiva y de Interrupción Voluntaria del Embarazo, actualmente en vigor, la Iglesia, el Partido Popular y otras organizaciones más o menos afines, lograron movilizar a cientos de miles de personas que llenaron las calles con un denuedo a favor de la vida que no demostraron, por ejemplo, durante las últimas ejecuciones del franquismo, a pesar de que las condenase Pablo VI. Lo curioso, sin embargo, no fue esa muchedumbre enfervorecida, acusándonos de asesinato a quienes no pensáramos como ellos. Lo realmente inexplicable es que nadie se lanzara masivamente a la calle para apoyar las razones contrarias.

Ahora, ocurre otro tanto. Las calles, y no sólo las carreras oficiales de la Semana Santa, son suyas. Apenas quinientas mujeres, salvajamente reprimidas algunas de ellas, se movilizaron en Madrid cuando el ex alcalde presuntamente progresista de dicha ciudad dio a conocer el contenido del nuevo anteproyecto de Ley. ¿No hay nadie más en contra, dónde está el feminismo de los años 70, la red de complicidades que permitió que España tuviera ley del divorcio y del aborto a pesar del club de fans de Torquemada? ¿Dónde están, hoy, las manifestaciones de hombres y mujeres a favor de que las manecillas del reloj no vuelvan a situarnos en 1984?

Como en este y otros asuntos, la ciudadanía no parece harta. Sencillamente, parece cansada. Un día, los españoles escuchan como agua tibia a un rey caduco hablar de transparencia en Nochebuena, cuando las altas magistraturas del Estado intentan impedir que su hija sea encausada por un pufo multimillonario. Otro, hay un ir y venir de noticias sobre la congelación del salario mínimo interprofesional, las pensiones o las subidas eléctricas, pero lo más que llegamos es a cenar a oscuras, porque todos sabemos quien va a pagar los platos rotos. El tercer día, Rajoy habla de que 2014 será Jauja, el final feliz de los cuentos imposibles. Frente al televisor de plasma, hay una nación que no tiene sueños ni pesadillas. Sencillamente duerme, bajo una nana siniestra. La que terminarán oyendo, si o si, los españolitos que nazcan por decreto ley, salvo que un par de médicos declaren locas a aquellas mujeres que, siempre por motivos poderosos, no desean ser sus madres.

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