Corazón de Olivetti

Bienvenidos a la primera guerra mundial

Un siglo después del atentado a Sarajevo que puso a la Madelon camino de Tipperary durante la I Guerra Mundial, volvemos a las mismas: la muerte mira de reojo a Europa desde Ucrania y Crimea, como en el siglo XIX, vuelve a llamarnos a las armas sin línea Maginot, entonces como ahora, que sea capaz de detener los acontecimientos.

La escalada de amenazas bélicas que desde Moscú y Washington se produce durante las últimas horas no parece que constituya un formidable farol de póker, sino la conciencia cierta de que aquí podemos liarla parda en un abrir y cerrar de fronteras. Lo curioso de todo ello es que –silencio en la noche, ya todo está en calma--, el viejo continente pone esta vez, como en 1914, el teatro de operaciones, pero las decisiones importantes se toman en despachos remotos. La Unión Europea no se siente concernida por esta suerte de maniobras orquestales en la oscuridad de los antiguos bloques de la guerra fría. Entretenida por la inminencia de sus próximas elecciones al Parlamento europeo, nuestra vieja dama parece apurar flemáticamente el té de las declaraciones pomposas pero sabe que tiene menos fuerza que un muelle de guita para contener la avalancha armamentística a dos pasos de Rumanía.

Ya tuvimos, en época mucho más reciente que en la Gran Guerra, una carnicería en los Balcanes. Tampoco en aquel caso, nuestro papel resultó ejemplar. Por no hablar de nuestro quiero y no puedo de costumbre en el conflicto de Oriente Próximo, sentimental y políticamente tan cercano. Quizá tanto la ambición como la potencia armamentística de Rusia y de Washington nos deje definitivamente orillados, tanto porque nuestros presupuestos para hacerle la competencia son exiguos como porque nos falten realmente ganas para profundizar en proyectos comunes de defensa como aquel célebre espejismo de la Unión Europea Occidental. O, mal que bien, tal vez nos hayamos acomodado a nuestra condición de chico de los recados de la Casa Blanca, a pesar de que tan formidable potencia atraviese una crisis internacional cada vez más visible.

¿Con qué animo votar en las europeas cuando lo único que podemos determinar en ellas quizá sea la intensidad del austericidio? El Tratado de Lisboa no es una Constitución y la falta de un gobierno común que supere determinados intereses nacionales –que no nacionalistas—aparecen como dos importantes asignaturas suspendidas para aprobar el curso de la historia. Para quienes creemos en la fuerza de la palabra por encima de la retórica, echamos de menos el papel activo que la vieja Europa tuvo a la hora de consolidar el imaginario filosófico del mundo y la política como un arte capaz de ofrecer respuestas razonables a cuestiones que hoy necesitarían un mayor y mejor análisis que el que estamos brindando, como es el de nuestras otras fronteras, las del sur. Ahí nos empeñamos en ponerle vallas al monte de la inmigración clandestina que, mientras existan los problemas de vida y muerte que aquejan a Africa, de norte a sur, seguirá intentando escapar del infierno, cueste lo que cueste.
Ojalá que el nuevo parlamento europeo no se constituya en una asamblea de contables y que seamos capaces –perdonen el buenismo—de enfrentarnos a lo que verdaderamente somos, en vez de poner cara de yo no fui y afrontar con realismo y sin megalomanía los problemas reales, internos o externos, que nos acucian. No queda, sin embargo, demasiada esperanza. Bruselas y Estaburgo, presumiblemente, seguirán fabricando leyes más o menos sensatas, que nunca terminan de cumplirse. Y los hombres de negro volverán a constituir nuestra policía de costumbres. ¿Cómo evita una sangría a nuestras puertas, si no nos importa la muerte miserable de muchos europeos, condenados por una planificación política suicida que exige que los países expoliados creen empleo desde la pobreza más absoluta?.

Durante la Primera Guerra Mundial, cuyo centenario ahora medio se conmemora, los franceses idearon una formidable batería de defensa, la línea Maginot, que supuso un formidable fracaso y que no impidió en absoluto que las tropas alemanas entrasen en su territorio. Hoy, ni siquiera somos capaces, como Unión Europea, de trazar una estrategia similar, aunque sea en el ámbito de la diplomacia, para que Rusia y Estados Unidos no se enfrenten en un duelo al sol y los muertos, por supuesto, los ponga principalmente Ucrania.

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