Corazón de Olivetti

Elecciones a ninguna parte

 

Atenas en llamas, empobrecido Dublín, estrangulada Lisboa. España es un parado a punto de buscarse la vida en cualquier parte. Amsterdam ahoga sus viejos sueños en los canales de la miopía política y Roma ya no es una ciudad abierta. Incapaz de tomar decisiones en Ucrania o en Oriente Próximo, Europa es una abuelita que hornea dulces envenados, levanta fronteras asustadizas o se olvida de sí misma, aboliendo utopías que en otro momento inventó.

Esta semana principia la precampaña de las elecciones al Parlamento Europeo y el Partido Popular apura hasta el último momento el nombre de su candidato. Una de dos: o teme que pueda asustar al electorado en vez de atraerlo o cree, no sin razón, que estos comicios le importan un pimiento al pueblo soberano. Carne de debate en el transporte público o en la barra del bar, la ciudadanía piensa que todos son unos mangantes y que ya no hay voto útil, que elegir eurodiputados vendría a ser como si los presos hicieran una vaquita para pagar el sueldo a los carceleros.

O quizá resulte que a Mariano Rajoy no le interese que esta misa se llene de feligreses. O sea, que a los conservadores comunitarios, que han convertido a la Unión Europea en un teatro de cámara y ensayo de sus políticas más regresivas en el plano social y económico, quizá no les interesa que exista una afluencia de votantes el próximo 25 de mayo. Sus electores suelen ser fiables y los de los otros lo mismo pueden darles un disgusto; por mucho que los socialdemócratas que alíen en Alemania con los democristianos o emulen, en algunos aspectos, el discurso del Front National en Francia con el propósito absurdo de que Marine Le Pen no les amargue las municipales.

Sin embargo, en países como España, existen esta vez otras formaciones que pueden animar el próximo Parlamento Europeo, o, al menos, pueda poner en apuros a los dos grandes campeones de nuestra liga de las estrellas. Esta vez, el distrito único puede granjear sorpresas a favor de Izquierda Unida, de UPyD o de plataformas por las que, en otro momento de la historia, nadie daría un céntimo. ¿Dónde está esa Europa indignada, que hace tres años acampaba en la Puerta del Sol o junto a la catedral de Londres? A pesar de la fragmentación del voto, su presencia en las elecciones podría cambiar las optimistas expectativas de quienes vienen controlando la eurocámara desde que abrió sus puertas. Ahora bien, ¿acudirán las mareas, españolas o comunitarias, a las urnas con el mismo ánimo de muchedumbre con que han llenado las calles? Es, cuanto menos, dudoso.

Hay quien piensa que se trata de unas elecciones a ninguna parte, a pesar de las competencias que el Tratado de Lisboa otorgó al Parlamento para disponer, por ejemplo, la presidencia o los integrantes de la comisión. Ni uno ni otro, eso sí, sirven de mucho mientras los diferentes estados no hagan dejación de determinados aspectos de su soberanía a favor de un gobierno conjunto que también tendría que ser elegido, más temprano que tarde, por sufragio directo.

¿Qué pueden cambiar estas elecciones más allá de las formas a la hora de otorgar cuotas pesqueras o agrarias? Buena parte de los pronunciamientos que se han formulado desde sus escaños a favor de avanzar en aspectos de especial interés social han caído en vaso roto. Ahora mismo, como quien no quiere la cosa, venimos asistiendo a una clara regresión en la política migratoria que, en países como Alemania, ya no sólo incumbe a los trabajadores extracomunitarios. Cuchillas en la frontera para unos; retirada de la asistencia social, para otros. Y todo ello con la bendición de la comisión, que entiende que David Cameron puede expulsar a inmigrantes en tropel para congraciarse con los euroescépticos o que el gobierno de Angela Merkel tiene a su favor todas las de la ley para darle con la puerta en las narices a lo que ellos llaman "la emigración de la pobreza". Que ya no sólo es rumana o búlgara, sino de los países del sur de Europa, incluido el nuestro.

La izquierda apostaba hace quince años por la Europa de los pueblos frente a la de los mercaderes. Pero, como en tantos otros aspectos, ha perdido esta batalla. Las políticas migratorias constituyen un test del resto de las políticas sociales: si algo nos ha enseñado la historia reciente es que cuando a los migrantes, por ejemplo, se les niega la prestación de los servicios de salud universal, es que estos empiezan a estar en riesgo para toda la población.

Ahora, la Unión Europea ya no significa la Europa sin fronteras, la del bienestar ni la de las libertades. Somos un barco sin gobernalle, que sigue a flote porque los más pobres se sacrifican para mantener el confort de los camarotes de primera. Es la Europa que atiende a los intereses de los bancos, al negocio de la energía, a los mayores dividendos a costa de los servicios públicos, de los salarios, del derecho a la vivienda y al trabajo, o de los sueños de esa multitud que ni siquiera saber que el 25 de mayo habrá elecciones en el continente que inventó la democracia. Desde el 1 de abril hasta ese día, ciertas voces intentarán convencernos de que nos quedemos en casa o nos vayamos de excursión, pero que no votemos, que para qué vamos a hacerlo, que ya está todo el pescado vendido. Quizá me esté volviendo demasiado suspicaz, pero abro el balcón y no atisbo ninguna revolución en lontananza. Me miro, entonces, al espejo y me digo que mi voto es una mierda. Pero, hoy por hoy, es casi lo único que tengo.

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