Corazón de Olivetti

Quita un alcalde, pon un cacique

"Quita un cacique, pon un alcalde", rezaba la propaganda del Partido Comunista de España en las primeras elecciones municipales de la democracia, allá por el año de gracia de 1979. Treinta y cinco años más tarde, el Partido Popular nos invita a recorrer el camino inverso, en una contrarreloj para evitar contratiempos, apenas unos meses antes de que llamen nuevamente a urnas.

Cualquier fórmula es legítima, dirán los populistas que creen que es mejor elegir a un dirigente a dedo entre sus votantes que recomponer con la sensatez del consenso el rompecabezas de la diversa sociedad que también vota a muchos otros. Esta pretendida alcaldada es el antipodemos, la consagración del otoño de la casta como denuncian los asamblearios, un último intento de restaurar la España del bipartidismo, la de Canovas y Sagasta, para robarle el alma al PSOE y conseguir que se suicide políticamente de manera definitiva.

Los partidarios de la reforma --como UPyD-- suelen poner como ejemplo a Portugal, pero tampoco esos vecinos andan para tirar cohetes, o a algunos landers alemanes, aunque dicha tradición se remonte al siglo XIX. O aluden a la seria modificación que sufrió la legislación electoral italiana en marzo de 1993, fecha a partir de la cual los alcaldes pasaron a ser elegidos en una urna separada de la que elegían al resto de los concejales, agrupados bajo las siglas de un partido. Los candidatos a la alcaldía –que pueden aspirar a una segunda vuelta si no se obtiene la mayoría absoluta—podrían contar con el apoyo confeso de un partido, de una coalición o de una plataforma de independientes que respalde su candidatura con una adhesión cívica al contenido de sus programas. Los especialistas aseguran que dicha fórmula salvó a la política italiana del caos y del descrédito, pero también es cierto que el personalismo creció exponencialmente. Tampoco a día de hoy la democracia italiana goza de un prestigio desmedido, aunque no parece que la causa fuera el alcaldismo.

¿Lo que es bueno para Portugal o para Italia, tiene que ser necesariamente bueno para España? Para el bipartidismo sí. De hecho, cabe recordar que a finales de 1998 el Grupo Parlamentario Socialista del Congreso presentó una proposición de ley orgánica para modificar la elección de los alcaldes, que habrían de ser elegidos por los electores, y entonces contó con la oposición clara del Partido Popular, ya entonces al frente del Gobierno con José María Aznar como presidente. Con posterioridad, José Luis Rodríguez Zapatero amagó con una propuesta similar durante su primera legislatura, pero no prosperó al no lograr suficientes apoyos internos ni externos. Ahora es el PSOE el que se opone de raíz, al maliciar que hay gato encerrado y que las prisas actuales del PP no tienen tanto por objeto conjurar a los indignados sino evitar perder el próximo año un potosí de alcaldías.

Bajo esa regla de dos, si la ciudadanía aventurase que va a salir determinado candidato, se echaría en tromba a usar el voto útil y respaldar al adversario político que mayores posibilidades tuviera de ganarle la partida. O blanco o negro, el ying y el yang, sin posibilidad siquiera de sota, caballo y rey.

No es una reforma, sino una contrarreforma. Los cien mil hijos de San Luis de la Santa Alianza del inmovilismo frente a quienes pretenden una reforma tan profunda que quizás quienes la promulguen tengan que practicar un harakiri similar al que protagonizaron en su día las últimas cortes del franquismo.

Dependiendo de la forma que se buscase para este tongo, elegir por vía directa al alcalde más votado exigiría que se le otorgara un plus de autoridad mayor al de los sufragios obtenidos. Esto es, si Ana Botella fuera reelegida como alcaldesa por mayoría simple, ¿cómo habría de gobernar Madrid con la pinza del resto de las formaciones en contra? Esto no se resuelve con alianzas coyunturales o mediante un clásico toma y daca en los presupuestos generales, tal y como hasta ahora ha venido ocurriendo con las presidencias del Gobierno estatal. ¿Vamos a ampliar artificialmente su horquilla de concejales para que pueda gobernar con comodidad, aunque ello no responda al mandato real de sus votantes? Raro, muy raro, si se tiene en cuenta que la exigencia de los indignados es que no le cueste tanto a una formación minoritaria colocar un edil en la casa consistorial u ocupar un escaño en cualquier parlamento.

Como los rebeldes del 15-M parecen ganar enteros en las urnas, el actual inquilino de La Moncloa no se plantea aceptar algunas de las demandas sensatas de ese cada vez más amplio segmento de la ciudadanía. Antes bien, en lugar de mejorar su juego al póker, prefiere marcar las cartas como el tahúr que carga los dados de la suerte. El Partido Popular se comporta, en esta materia, como el coyote frente al correcaminos en los míticos dibujos animados: se limita a poner obstáculos a su rápido crecimiento electoral, sin darse cuenta de que cada escollo o acusación apocalíptica contra ellos, les refuerza en lugar de destruirles.

¿A qué viene esa propuesta a estas alturas del calendario? Maniobras de distracción, fuegos de artificio, titulares amables de los medios amigos. Mariano Rajoy sabe que semejante propósito no se resuelve con un simple decretazo sino que sería preciso, como en tantos otros órdagos contemporáneos, reformar la Constitución. ¿De verdad piensan que tan sólo bastaría con una reforma de la LOREG, o de la Ley de Bases del Régimen Local, con su mayoría absoluta en el Congreso? Claro que en la Carta Magna se dice que los alcaldes serán elegidos por los concejales o por los ciudadanos, pero todos los indicios apuntan a que este último supuesto, como sostienen numerosos constitucionalistas, se refiere a la herencia histórica de algunos pequeños concejos. De rehuir en este caso un consenso amplio con las diferentes fuerzas políticas, más allá de sus afines, como CIU, o de sus marcas blancas, dicho pucherazo impregnaría de aroma bananero el aftershave de Mariano Rajoy.

Eliminar ayuntamientos para colectivizar servicios es otra de sus propuestas. ¿Pero eso no lo hacen ya las mancomunidades y las diputaciones? ¿O es que vamos también a eliminarlas, en aras de la contención del déficit público y de la comercialización de empresas públicas, en régimen de saldo?

Puestos a ello, ¿iremos, entonces, a una nueva reforma exprés de la Constitución, como ocurriera cuando, con tanto entusiasmo, tuvimos que prestarle obediencia debida a la división Panzer de la contención del déficit? No parece que el PSOE de Eduardo Madina, de Pedro Sánchez o, mucho menos, el de José Antonio Pérez Tapias vaya a caer en semejante trampa saducea, que también pretende arramblar con el número de ayuntamientos alentados durante varias décadas por un localismo más cateto que racional. Buen momento para unas elecciones locales cuando hasta los propios alcaldes conservadores están que trinan con el recorte de competencias, la vulneración de su independencia y el vistoso afeitado de sus presupuestos y vías de financiación.

Hay más globos sonda: ¿Bajamos el número de parlamentarios o el de concejales sin una redistribución proporcional por la que cueste menos votos obtener una pizca de ese nicho de soberanía popular? Todo el poder, en ese caso, iría a los nuevos soviets supuestamente democráticos, pero que consolidarían su hegemonía muy por encima de las restantes fuerzas políticas, jugando al ventajismo de una norma que, a priori, parece mucho más trucada y truculenta que la actual.

Hay, sin embargo, un acuerdo claro en cuanto a la posibilidad de disminuir la abultada cuota de aforamientos. Lo raro es que no se haya planteado antes de haber incrementado sensiblemente su número real en los últimos tres meses. Si no disfrutaran de dicho paraguas legal determinados filibusteros de la cosa pública, es muy probable que tampoco estuviese a punto de prescribir el plazo de caducidad en sus supuestos delictivos para algún que otro muñidor de los Eres falsos en Andalucía. Por no hablar de las satrapías valencianas, del aparente mangazo de la FMC o las contabilidades de la A a la Z del Caso Bárcenas y de la remota Gürtel.

Elecciones a la medida, contratos de risa, aborto imposible, indultos de guante blanco, educación pública como deuda externa, becas a la baja, salud privatizada, recortes de subsidios, adiós a la dependencia. No extraña que el Partido Popular pretenda hacer la ley y hacer la trampa, porque con semejante programa sería muy difícil que volviese a gobernar, por más que sus electores históricamente han venido demostrando que sabrían perdonarle hasta que los refundadores de Alianza Popular hubieran matado a Manolete.

Lo sorpresivo, en rigor, es que, visto lo visto, no pretendan eliminar directamente las elecciones y sustituirlas por algo tan moderno y funcional como una simple encuesta, un estudio de EGM, o un sorteo de la Lotería Nacional. Cualquier día lo anuncian durante un picnic en la calle Génova, a donde de un momento a otro mudarán la sede del Congreso de los Diputados.

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