Corazón de Olivetti

La mezquita de Córdoba y la reamortización de Mendizabal

 

Dios no sólo está en los pucheros, como intuía Teresa de Jesús. También debe encontrarse en los frontones, en los garajes o en innumerables bienes, incluidos los templos, que la Iglesia Católica ha ido inmatriculando a su nombre en nuestro país, durante los últimos años y a partir de unas leyes franquistas que la nueva Ley Hipotecaria pretende eliminar.

Se trata de una formidable reamortización del patrimonio eclesiástico que sigue el camino contrario al que fijó en 1836 la llamada desamortización de Juan Álvarez Mendizabal por mucho que la expropiación de bienes de la Iglesia que se practicó entonces terminara beneficiando a ricachos y caciques que pudieron hacerse con la propiedad de los mismos por encima de los intereses públicos.

La Santa Madre no sólo se contenta con no pagar el IBI por sus propiedades en nuestro país, constituyendo una formidable exclusión fiscal que permite la opulencia de la jerarquía frente a las estrecheces que pasan algunas de sus organizaciones afines, como Caritas, para plantar cara a la miseria creciente. Una auditoría interna permitiría calibrar el alcance de esa paradoja hipócrita que, en las últimas semanas, se ha incrementado con una campaña mediática para recabar mayores donativos a las parroquias, más allá del trato de favor que la Iglesia recibe en la declaración del impuesto sobre la renta en este país supuestamente aconfesional.
Esta misma semana, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Etrasburgo ha dado la razón a la empresa ganadera Sociedad Anónima de Ucieza, radicada en Palencia, en un pleito que anteriormente perdieron ante el Supremo y el Constitucional. Y es que el obispado registró a su nombre un templo cisterciense, un molino de agua y una sacristía que formaron parte del monasterio de Santa Cruz de la Zarza pero que se encontraban en una finca de su propiedad, desde 1978, tal y como figuran en los documentos de adquisición de la finca. Para el tribunal europeo, se ha vulnerado el principio de igualdad de trato y defensa de la propiedad privada, que tanto enorgullece en nuestro país a algunos de los cruzados contra Podemos.

La Ley Hipotecaria de 1946 –promulgada en pleno franquismo y que ahora se encuentra en proceso de modificación por parte del Gobierno español—permite inscribir a nombre de la Iglesia bienes eclesiásticos que no se encuentren escriturados por terceros. No era este el caso. Y pudiera no ser el único, a tenor de que como denuncia Europa Laica, más de cinco mil bienes habrían sido modificados por este procedimiento en la tierra de María Santísima y del supuesto Apóstol Santiago. Entre otras propiedades en todo el país, en dicho afán de apropiación destacan monumentos públicos como la Mezquita de Córdoba o la Giralda de Sevilla. En esta última ciudad, apenas ha existido protesta alguna por el hecho de que la torre de la mezquita mayor de dicha ciudad, con su remate cristiano, sea prácticamente considerada como el simple campanario de la Catedral que se levantó sobre el anterior templo islámico. Sin embargo, en Córdoba la sociedad civil se ha movilizado a través de una plataforma que se ha quedado prácticamente sola esta semana a la hora de conmemorar el trigésimo aniversario de la declaración de la Mezquita como patrimonio de la humanidad, por parte de la Unesco. Como tal aparecía en la declaración, pero ahora, tras su inmatriculación, sólo se le reconoce ya oficialmente como Catedral.

Concentraciones pacíficas, conferencias y debates pretenden presentar batalla al monopolio cordobés que el obispado pretende ejercer sobre un conjunto monumental restaurado por la Junta de Andalucía y del que la Iglesia obtiene pingües beneficios por su crucial atractivo turístico. Ya hace un año los promotores de esta iniciativa auspiciaron la firma de un manifiesto que secundaron Antonio Gala, Eduardo Galeano, Federico Mayor Zaragoza y un sinfín de voces escandalizadas por ese monumental escarnio a lo que debiera ser patrimonio colectivo. En dicho escrito, los firmantes reclamaron la intervención de las administraciones públicas y de la Unesco para que deje de emplearse institucionalmente solo el término Catedral para referirse a dicho enclave: "Mezquita de Córdoba es su designación popular, universalmente conocida y la empleada por la Unesco al declararla Patrimonio Mundial en 1984. La simbólica de Mezquita-Catedral, acordada por unanimidad en pleno municipal como representante de la ciudadanía de Córdoba, define con exactitud su esencia y realidad arquitectónica".

Sin embargo, el meollo de dicho escrito que ha tenido más difusión internacional que a escala estatal, a pesar de estar avalado por doscientas mil firmas, se centraba en "el reconocimiento jurídico de su titularidad pública". "La Mezquita-Catedral es propiedad de la ciudadanía, Bien de Interés Cultural, Monumento Nacional y Patrimonio Mundial. Cualquier acto de apropiación privada carece de valor jurídico al tratarse de un bien de dominio público".

También se demandaba "la gestión pública y transparente de la Mezquita-Catedral", actualmente en las exclusivas manos del Obispado.
"Su inmensa dimensión cultural, simbólica y patrimonial debe ser administrada por un patronato público con criterios ajustados a su universalidad, garantizando la transparencia en todos los aspectos de su gestión, incluida la económica, y la difusión histórica, artística y arquitectónica con pautas estrictamente científicas".

Ni siquiera reclaman la utilización ecuménica del monumento en el que se ha llegado a detener a musulmanes por intentar practicar sus ritos en el interior del mismo. No es ese el núcleo del debate que se plantea sino que, a tenor del citado manifiesto, tan sólo se persigue la redacción de un Código de Buenas Prácticas para su uso: "Por consenso entre las administraciones públicas, académicas, ciudadanas y la Unesco, para evitar acciones que perjudiquen tanto a la imagen y significado del monumento, como a los intereses generales de Córdoba, Andalucía y España, al ser uno de los tres monumentos más visitados del Estado".

Hasta ahora, la Unesco o el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS) se han lavado las manos y han dejado esta cuestión para que se resuelva en la esfera local, en tanto en cuanto no afecte a la preservación del conjunto arquitectónico propiamente dicho. Y las instituciones tampoco han movido ficha, salvo el Parlamento de Andalucía que aprobó una moción contra las inmatriculaciones eclesiásticas a granel pero no elevó un recurso de inconstitucionalidad sobre las mismas. Desde el Gobierno central, hace unos meses, el ex ministro Alberto Ruiz Gallardón auspició la modificación del artículo 206 de esa controvertida Ley Hipotecaria para evitar estas prácticas en el futuro, pero reconociendo las que ya se han llevado a efecto y estableciendo además un periodo de carencia que podría propiciar la consolidación de este saqueo en los próximos meses.

Tan sólo en Navarra, entre 1998 y 2007, el Obispado se hizo con 1.000 propiedades. En su descargo, dicho Obispado se amparaba en los artículos 18 y 19 del Reglamento Hipotecario, que establecen que "la inscripción de los bienes de la Iglesia católica tiene el mismo régimen legal que la inscripción de los bienes del Estado, se pueden inmatricular de la misma forma y con idéntica tramitación", O sea, que la España democrática, la Iglesia Católica sigue teniendo la misma potestad que el Estado, la provincia, el municipio y las Corporaciones de Derecho Público o los servicios organizados que forman parte de la estructura política del Estado. Y todo ello, antes del Concordato con la Santa Sede, en vigor desde 1953, y que ningún partido gobernante ha sido capaz de denunciar hasta ahora. Según dicho privilegio, se puede inscribir "los bienes inmuebles que les pertenezcan mediante la oportuna certificación librada por el funcionario a cuyo cargo esté la administración de los mismos, en la que se expresará el título de adquisición o el modo en que fueron adquiridos". ¿Qué funcionario lo haría en el caso de la Iglesia? El Obispo, propiamente dicho, o en su caso el Secretario-Canciller de la diócesis. La Constitución de 1978 habría bastado para erradicar esta práctica pero nadie la ha hecho valer desde entonces. Apenas un mes más tarde de la promulgación de nuestra Carta Magna, se firmó el Acuerdo sobre Asuntos Económicos de la Iglesia Católica española. Fue suscrito entre nuestro Gobierno y la Santa Sede a 3 de enero de 1979, y en el mismo se establece la exención de impuestos y la financiación complementaria de dicha confesión religiosa, lo que viene a suponer alrededor de 3.300 millones de euros cada año, de los que más de cien millones provienen directamente de los Presupuestos Generales.

El Obispado de Navarra, justifica cínicamente la prerrogativa de las inmatriculaciones eclesiásticas con las siguientes palabras, que bombardean también cualquier supuesto de igualdad entre las confesiones religiosas presentes en el Estado español: "El hecho de que se otorgue a la Iglesia católica —y no a otras confesiones religiosas— el mismo procedimiento que a la Administración no tiene nada que ver con un supuesto privilegio concedido en virtud de la anterior situación de confesionalidad católica del Estado. Por el contrario, esta peculiaridad tiene su explicación en razones históricas y sociológicas: cualquier observador objetivo puede constatar que la Iglesia católica no es comparable a ninguna otra institución religiosa o de otro tipo en cuanto a su raigambre histórica, su presencia y extensión en todo el territorio, así como en lo referente a su patrimonio. La diferencia en el tratamiento jurídico otorgado a la Iglesia en este aspecto, lejos de ser un injusto privilegio, pretende responder con justicia a la peculiar realidad de las instituciones eclesiásticas".

Desde Andalucía a Castilla La Mancha, desde la Comunidad Valenciana o Aragón, en los últimos años han ido aflorando datos concretos de este escándalo. En el caso concreto de la Mezquita-Catedral de Córdoba, se sabe que la Iglesia la inscribió a su nombre en 2006 por la suma de 30 euros. ¿Qué han hecho los registradores de la propiedad, los colegas profesionales de Mariano Rajoy, ante dichas prácticas? Mirar hacia otro lado y acogerse a la legislación vigente, amparándose en una Sentencia de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo de 16 de noviembre de 2006, que dejó sin efecto el recurso de casación de un Ayuntamiento contra la inscripción por parte de la Iglesia de bienes inmuebles en el Registro de la Propiedad, por más que exista otra sentencia del Tribunal Constitucional 340/1993, de 16 de noviembre, que declaró inconstitucional la mención de la Iglesia en un arrendamiento urbano que atentaba al principio de igualdad respecto a otra parte en litigio. Así las cosas, ante precedentes tan contradictorios, los registradores se encogen de hombros siguiendo la costumbre del lugar.

Visto lo visto, frente a las masivas matriculaciones de la Iglesia sólo quedará la posibilidad de una sentencia genérica del Constitucional, lo que sería poco probable, o litigar caso por caso en aquellos supuestos en los que al menos exista un afectado o un propietario anterior. El resto engrosará las cien mil propiedades con que la Iglesia cuenta en el Estado español, incluyendo el 70 por ciento de los cascos históricos de ciudades como Avila o Toledo.

La norma que evitará que este proceso siga vigente tardará todavía varios meses en ser publicada por el Boletín Oficial del Estado y no será retroactiva –Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita--, en caso de que finalmente se promulgue. En abril, el Consejo de Ministros dio por bueno el anteproyecto de reforma de la Ley Hipotecaria que eliminará el privilegio que hasta ahora tenía la Iglesia para inmatricular bienes a su nombre con la sola certificación del obispo y sin necesidad de poseer título de dominio sobre el bien. El Consejo de Ministros fijaba la publicación de la misma doce meses después de que saliera del Congreso y del Senado. O sea que a los obispos les queda todavía más de un año para imitar a los colonizadores pioneros del Far-West e ir clavando por las praderas de los registros españoles la estaca que señala como propios bienes que no tienen dueño.

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