Corazón de Olivetti

La jubilación de Alfonso Guerra

En 1982, prometió que, tras la llegada al Gobierno del PSOE, a España no iba a conocerla ni la madre que la parió. Y así fue, hasta 2010. A partir de entonces, tras la explosión controlada del estado del bienestar, incluso nuestras abuelas podrían reconocer a este viejo país de todos los demonios, esos diablos tan familiares que vuelven a andar sueltos por nuestro jardín.

Alfonso Guerra se jubila de su escaño, tras ocuparlo durante treinta y siete años, casi como si fuera un lord vitalicio. Es uno de los iconos de esa transición ambigua y controvertida a la que ahora quieren tumbar como las estatuas de Lenin tras la caída del muro. Y él se retira echando leña a las calderas de sus adversarios, esto es, elogiando a la duquesa de Alba y poniendo a Podemos a caer de un burro. La Casta, en estado puro, según el imaginario de los nuevos mencheviques.

Durante buena parte de su biografía, intento ser él mismo a pesar de los guerristas. Sin embargo, bajo esa última actitud, Guerra no es justo consigo mismo. Siempre estuvo, al contrario, ojo avizor ante cualquier heterodoxia para hacerla suya; desde la ortodoxia, eso sí, del que se mueva no sale en la foto. Ejerció en tiempos un férreo control del partido, lo que se hizo notar especialmente en Andalucía cuando su llegada desde Madrid los fines de semana de mediados los 80 era saludada como los viernes del Gran Poder, por el besamanos institucional que imponía su presencia, aunque las casas del pueblo anduvieran, como viene siendo habitual entonces como ahora, manteniendo el cainismo, las puñaladas traperas y el cuerpo a tierra que vienen los míos. Por no hablar del célebre despacho que encomendó a su hermano Juan en la Delegación del Gobierno de Sevilla y que, aunque no pudieran imputarle ni una mala multa de tráfico, se convirtió en un escándalo político y periodístico de primer orden, aunque ahora hasta nos resultaría naïf visto lo visto en los años posteriores. A partir de entonces, eso sí, no volvió a ser él mismo. Se refugió en una especie de morabito intelectual, el de la Fundación Pablo Iglesias, desde donde emergía de tarde en tarde para azuzar su ingenio inteligente contra la España carpetovetónica o contra algunos de sus posibles rivales de la izquierda.

Frente a la razón histórica o la razón poética, él viene anteponiendo la razón práctica, un posibilismo de andar por casa que supuso, en tiempos el yang frente al ying de Felipe González, que quizá creía en lo mismo pero con menos corpus teórico. Aunque sus memorias no profundicen en el morbo de su ruptura con su antiguo compañero de viaje a Suresnes, quizá le separasen más las formas que el fondo, aunque no parece demasiado verosímil imaginar a Alfonso Guerra compartiendo tertulia con los hombres más ricos del mundo o aburriéndose en las reuniones de algunos de los consejos de administración de esas trasnacionales que le negarían un préstamo, a las primeras de cambio, a Juan de Mairena.

Guerra conectaba con el ideario jacobino de una España orteguiana, la que nació prácticamente de la restauración del XIX, pero que incorporaba en todo caso las nacionalidades históricas. En su remembranza personal, seguía imaginándose como un personaje de Charles Dickens, una suerte de David Copperfield que desde muy humildes orígenes hubiera escalado a las más altas cotas de la socialdemocracia. Un castillo en el aire, como aquel que dice. Un tigre de papel, como describiera Mao al capitalismo.

Desconfía de los nacionalismos periféricos y defiende el de la Constitución, pero siempre creyó en la España nueva de Antonio Machado –quien dio nombre a la librería sevillana de su esposa Carmen Reina-- y asumió el perfil agnóstico de la Institución Libre de Enseñanza, lo que no resulta mala brújula cuando está a punto de cumplirse en 2015 el centenario de la muerte de Francisco Giner de los Ríos.

Que abandone su escaño no quiere decir que vaya a retirarse definitivamente del ágora. Guerra cumple al dedillo con la definición clásica del animal político y seguirá en la arena de lo público con la misma contumacia que los toreros retirados bajan a los tentaderos para seguir dándole capotazos a las vaquillas. Su mundo, sin embargo, ya no es de este mundo. Su horizonte siempre tuvo más que ver con las conspiraciones del XIX que con los lobbies del siglo XXI, mucho más poderosos que los gobiernos democráticos a los que debieran someterse.

¿Seguirá a bordo de la Fundación del viejo Pablo Iglesias? Sería un buen momento para transformarla en lo que no llegó a ser nunca, la FAEs de la izquierda española. A la socialdemocracia patria, en la que quizá también tuviera cabida Izquierda Unida, le hace falta un think tank como el comer. Hemos asistido, en cambio, al irresistible ascenso de la fundación neocon que lidera José María Aznar y que, en muy poco tiempo pero con tanto dinero como talento, ha logrado transformar nuestro imaginario, desde aquella sociedad librepensadora y rebelde que aceptó los pactos de la transición con la nariz tapada hasta la de hoy que ha votado sucesivamente a la derecha refunfuñando paradójicamente del derechismo socialista.
Sin embargo, esa mutación ideológica de nuestra sociedad no sólo es atribuible a los errores de la socialdemocracia a la que, en mayor o menor medida, representa Alfonso Guerra. También obedece a la inteligente y despiadada labor de formidable lavandería de cerebros emprendida desde la bancada conservadora con la orientación de la FAES y la colaboración necesaria de la mayoría de los medios de comunicación.

La España que reclamaba la salud y la educación universales, alaba ahora la calidad de la enseñanza concertada y prefiere hacer cola en un ambulatorio privado que en uno público. La que reclamaba que debiera ser una nación laica que no consintiera una casilla específica para la Iglesia Católica en el IRPF, zarpa de romería esponsorizada cada vez que viene un Papa o se moviliza contra el aborto, sea cual sea la ley que lo ampare; aunque parezca compadecerse más por las tribulaciones de un arzobispo carca que por el dolor de una víctima de sucesivas violaciones con sotana. Aquella España que reclamaba la tierra para quien la trabaja, ahora acepta cualquier trabajo, por precario que sea y aunque no incluya ni media hectárea de tierra. La que estaba contra la OTAN, ni se sorprende ya de que un militarote con mando en plaza reclame el retorno del servicio militar obligatorio. La de la guerrilla urbana frente a las reconversiones industriales, ahora rehúye las huelgas generales para que no le descuenten un día de salario y cree que un sindicato es como el santuario de la virgen de Lourdes al que sólo se acude cuando todo está perdido y en espera de un milagro.

Esa España, convertida en el mirón de los balcones, lo más que llega es a decir a los encuestadores que va a votar a mansalva a un partido que apenas empieza a hacerlo y a un programa que, como el del resto de las opciones, se desconoce. Los últimos sondeos no sólo reflejan el previsible triunfo de la coleta en las pasarelas de moda de la política hispana. También la caída libre del bipartidismo.

Seguro que la derecha retiene a buena parte de su electorado pero el PSOE, el de Alfonso Guerra o el de Pedro Sánchez, parece condenado a convertirse en un partido bisagra. ¿Es irrefutable dicho pronóstico? A primera vista, los socialistas siguen encerrados con un solo juguete, el de sus trifulcas internas mientras su Titanic se da de bruces contra el iceberg de otra sentimentalidad. ¿No hay nadie a bordo que ande oteando el horizonte a la búsqueda de nuevos escenarios políticos que sean sostenibles y que permitan sacar a Mariano Rajoy de la Moncloa en las próximas elecciones generales? Tal vez ninguna de las opciones de la izquierda, por sí sola, sea capaz de arrebatarle la mayoría al PP, pero ¿hasta qué punto no sería viable, a pesar de los exabruptos, una alianza estratégica entre PSOE, IU y Podemos? Alfonso Guerra, en su día, fue capaz de muñir consensos impensables. El único problema estriba en que no lo veo disfrazado de yayoflauta. Ni al nuevo Pablo Iglesias sentándose a compartir del café para todos de una mesa camilla.

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