Corazón de Olivetti

La indignación de la derecha

Si algo ha caracterizado a la democracia española desde la refundación del Partido Popular ha sido la cohesión a machamartillo de la derecha y la profunda división de la izquierda, como consecuencia de matices ideológicos que a menudo se convierten en abismos y de una concepción de la política que suele considerar cualquier negociación como una traición. No le faltan motivos a quienes así lo entienden: la confluencia puntual con el PSOE ha supuesto a veces un mortífero abrazo de oso para las organizaciones que le han prestado apoyo. Sin embargo, ni en las filas socialistas ni a su izquierda merece consideración el hecho de que en esta nueva etapa política las alianzas serán imprescindibles, a menos que se lleve a cabo una profunda reforma del sistema electoral que también podría ser fruto de tales convergencias. De no ser así, la derecha quizá no gane elecciones pero tal vez las sigan perdiendo sus rivales.

A la luz de la última encuesta del CIS, el partido de las gaviotas vencería en las elecciones generales pero sin mayoría absoluta, en un empate técnico con el PSOE, que presumiblemente resolvería Ciudadanos, ¿marca blanca de quien? Tras la caída en picado de UpyD, cada vez más convertido en el partido de Rosa Díez, la posición de Albert Rivera en la conformación del Parlamento de Andalucía, así como el historial de su formación en Cataluña, hace presumir que su cúpula consideraría incluso a Alejandro Lerroux como un peligroso izquierdista.

Una larga carga de razón y de indignación, así como una hábil operación mediática convirtió a Podemos en una sorpresa electoral en mayo de 2014. Un año después, otras razones, indignaciones y operaciones mediáticas le hacen retroceder en las encuestas. El establishment político y financiero –que no sólo guarda relación con opciones conservadoras-- consideraba a dicho grupo como un peligro potencial. Y no tanto, como aireó la propaganda cavernícola, por su presunto bolivarismo sino precisamente por lo contrario, por su profunda vertiente socialdemócrata, desde una interpretación de dicha corriente que podía convertir a la utopía en una hermosa variedad del posibilismo. Por ello, no sólo atrajeron a los indignados del 15-M, de Democracia Real, a los nuevos constituyentes, a los damnificados del PSOE o de Izquierda Unida, a los huérfanos de siglas desde que la transición dinamitó su larga sopa de letras. Atrajeron a las clases medias, a viejos votantes del CDS, de partidos periféricos, o incluso del propio Partido Popular, hasta las narices de plasma y corrupción.

La sobre-exposición mediática benefició a la formación de Pablo Iglesias. Sin embargo, del mismo modo, también le ha perjudicado. De una parte, la concreción de su programa atrajo a algunos de sus simpatizantes pero alejó a otros. La gestión de crisis internas, como la de su presunta financiación venezolana, no fue bien gestionada pero, ¿gestionó bien acaso el PSOE su remoto oro de Berlín, o explicó suficientemente el PP de dónde salía el dinero de la FAES? Valdría decir aquello de que quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra. Pero Podemos quería un nuevo tiempo libre de culpas, en donde reapareciera el mito leninista del hombre nuevo, tan hermoso en palabras de César Vallejo pero obstinadamente vencido por la evidencia de que el ser humano, hombres y mujeres, guardan un lado oscuro de su fuerza como Darth Vader. Hubo quien no aceptó que Podemos asumiera el legado del 15-M, o que haya espíritus libres a la izquierda que apoyen puntualmente a dicha organización o a otras, como Izquierda Unida, tal como le ha ocurrido al prestigioso economista Juan Torres, tachado insólitamente de mercenario por apoyar desinteresadamente a Luis García Montero, cuando en su día elaboró el primer borrador de programa de Podemos junto con Juan Vicens Navarro. Ese cainismo de la izquierda, ese profundo fracking ideológico que tanto le aproxima a las organizaciones palestinas de La Vida de Brian encerró el germen del auge de Podemos y también puede encerrar su decadencia.

Hubo errores en ese camino. Y sigue habiendo aciertos. Ahora, todos son socialdemócratas e incluso Esperanza Aguirre estará a punto de serlo con su no se qué de Julián Besteiro viste de Prada. La primera victima electoral de los indignados contra el nuevo capitalismo salvaje no fue el Partido Popular, que sigue siendo el máximo exponente de dicho dogma, sino el PSOE de José Luis Rodríguez Zapatero por su conversión a ese neoliberalismo tahur que propició, entre otras lindezas, que el Estado salvara a los bancos aunque fuera a costa de no salvar a sus propios contribuyentes. Los indignados de la primera hora, los acampados, los perroflautas y los yayoflautas, las mareas y los círculos querían acabar con el bipartidismo pero, de entrada, sólo acabaron con los socialistas, con la inestimable ayuda de sus propios dirigentes, desde ZP a Alfredo Pérez Rubalcaba. El PP no sólo se mantuvo intacto sino que, el 20 de noviembre de 2011 conoció la mayor victoria electoral de todos los tiempos democráticos.

¿Qué puede ocurrir ahora cuando la izquierda pelea de nuevo por la pureza de su mensaje, por la integridad de sus valedores, por las marcas de las protestas populares, por las siglas y por los afeites y aderezos? Que vuelva a ganar la derecha. En las generales y en las municipales. Los socialistas recobran espacio con mucha lentitud, Podemos lo pierde e Izquierda Unida parece un heroico boxeador sonado que se mantiene en pie a pesar del vapuleo a manos de sus rivales, en una pelea amañada.

Para colmo, buena parte de aquella indignación que se sintió atraída por el nuevo aire que imprimía a su lenguaje y a sus ideas Pablo Iglesias, ha ido girando a la derecha la orientación de su voto-bronca. Una burda operación propagandística más que informativa ha sembrado la duda en un espectro sociológico que no desea arenas movedizas en cuanto a las posibilidades de llegar a fin de mes. Ni siquiera el ejemplo de Syriza en Grecia parece ganarle el pulso a esos Ciudadanos que tienen la cartera a la derecha y una veleta en la lengua y en el corazón. Serán bisagras de lo que sea, de no convertirse en opción real de poder, al paso que llevan por un insólito despegue en los sondeos y en las elecciones andaluzas. Serán bisagras, no obstante, de aquellas formaciones que consoliden el actual status quo, no el de la profundísima reforma que necesita este país para que los más vulnerables no sigan siendo los cabezas de turco de todas las crisis. Cierta indignación se ha derechizado a medida que el Ibex 35 respira por más que los currantes sigan asfixiados. Que nadie se llame a engaño. La ideología del partido de Albert Rivera no es volátil como los mercados. Se basa en el conocido aserto de Giusseppe Tomasi de Lampedusa: "Cambiar algo para que nada cambie". O quizá sea peor. Tal vez más de uno de los partidos emergentes o sumergidos hayan viajado a las fuentes en que se basó dicha máxima de El Gatopardo. Una frase terrible de Alphonse Karr: "Cuanto más cambie, es más de lo mismo".

El futuro empezará ahora, aunque el porvenir que suceda a las próximas elecciones municipales o autonómicas puede que se parezca demasiado al presente. Nada que ver con, el pasado: ¿o alguien imagina, a estas alturas, que pueda reeditarse el pacto de izquierdas que siguió a las primeras elecciones locales democráticas, las de 1979? El progresismo español seguirá siendo exquisito y pandillero. La derecha, indignada o complaciente, tendrá claro cual es su horizonte, el de las generales tal vez anticipadas y en las que probablemente y con el populismo patriotero se hablará más de la secesión de Cataluña que de un porvenir equilibrado para esta vieja nación de naciones

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