La tramoya

Estado de la nación, estado de la farsa

No es de extrañar que haya dirigentes del Partido Popular empeñados en mostrar semejanzas entre la actual situación política y la que se produjo inmediatamente después del criminal atentado del 11-M. Es natural porque también ahora la credibilidad del PP se hunde ante la opinión pública y ante sus propios votantes por culpa de sus mentiras.

Las versiones contradictorias ante el monumental escándalo de su ex gerente y tesorero se multiplican mientras que las sucesivas comparecencias de los dirigentes populares no sirven para dar respuesta razonable a las principales cuestiones que todo el mundo se pregunta. Todo lo contrario, siembran más dudas y les hacen quedar cada día peor ante la gente normal y corriente.

La pérdida de estimación de votos que revelan las encuestas es estrepitosa por la sencilla razón de que los españoles no somos tontos. Y va a seguir produciéndose mientras los populares no tengan otra respuesta a las sospechas cada vez más fundadas sobre la financiación de su partido y de sus líderes que nuevas versión de la teoría conspirativa más paranoica.

Las mentiras, tarde o temprano, se pagan caro, incluso en España, y el PP debería haber aprendido ya de la experiencia pasada.

Pero es que no se trata solo de la falta de respuestas claras y verosímiles a los escándalos y a la corrupción que asquea a millones de ciudadanos. Es que además la economía sigue sin levantar cabeza porque el gobierno sigue siendo totalmente impotente para hacer que se recupere el crédito y para evitar que siga disminuyendo el ingreso, provocando una sangría continua de empresas y el aumento impresionante del paro.

Los ministros no saben sino decir que en unos pocos meses cambiará la coyuntura y que las cosas empezarán a ser de otra forma, pero sin que ninguna de esas promesas venga avalada por los hechos ni con datos que prueben de forma fehaciente que están cambiando las condiciones de las que depende la actividad económica. Y Rajoy, mientras tanto, se dedica a filosofar tratándonos de convencer que la mejor decisión es no tomar decisiones, como efectivamente ha hecho casi siempre que ha tenido problemas por delante.

El gobierno no tiene estrategia alguna frente a Europa, salvo que se pueda considerar que reclamar algunos empujes adicionales para el crecimiento, de vez en cuando y por la boca pequeña, es suficiente para cambiar un estado de cosas que materialmente impide que la economía se pueda recuperar en los próximos tiempos.

No se trata de criticar por criticar pero es que la realidad que muestran los datos estadísticos y la opinión de quienes realmente viven el día a día de la vida económica es que la economía española se viene abajo y que el gobierno no demuestra conocer o ser capaz de tomar las medidas que puedan evitarlo. Todas las reformas que ha hecho hasta ahora, la laboral, la financiera, las medidas fiscales..., han dado un resultado completamente distinto al prometido. Nada más que por eso debería reconocer su fracaso y dimitir sobre la marcha.

Solo cuando de beneficiar directamente a los grupos oligárquicos se trata, bien sea apoyando a la banca, a las eléctricas o directamente a las personas que las dirigen, es cuando el gobierno se crece para actuar con diligencias y seguridad. Pero es que lo que habría que hacer es justamente lo contrario, romper las bridas que imponen esos grupos para poder salir adelante y no darle cada vez más privilegios. En un artículo anterior señalaba que el banco francés Natixis subrayaba que uno de los factores que están impidiendo que España salga de la crisis (a diferencia de lo que está ocurriendo en Estados Unidos) es que aquí las empresas están obteniendo más beneficios pero que los sitúan fuera de nuestra economía. Eso, efectivamente, es lo único que está haciendo bien el gobierno: poner las condiciones para que las grandes empresas oligopolistas que dominan los mercados ganen cada vez más pero sin hacer nada para que sus beneficios reviertan en nuestra economía. Una política de la que seguro se sienten orgullosos esos dirigentes del PP que día a día se ufanan de tener en sus casas grandes banderas de España y de ser más patriotas que nadie. ¡Patriotismo de pacotilla!

La pérdida en la estimación de voto que sufre el PP en las encuestas y la persistencia en el hundimiento del PSOE, incapaz de recuperar la credibilidad y el apoyo social que perdió cuando traicionó sus compromisos electorales engañando a sus electores, es mucho más que un síntoma del estado en que se encuentra la Nación. Es la muestra evidente de que el régimen de la transición se viene abajo.

No hay nada nuevo ni que sea eficaz en las medidas que ahora toma el PP frente a la crisis como no lo hubo antes con Zapatero. La entente que se ha establecido siempre entre ambos a la hora de abordar las grandes cuestiones económicas ya no da para más.

España se agota porque las fuentes que han venido alimentando la acción de gobierno en los últimos 35 años se han secado. La Constitución es un papel mojado, nadie cree en la instituciones que se supone que deben conformar el consenso y la acción colectiva, la gente sabe que los partidos se han corrompido y no hay mecanismos de control fiables o que no estén sometidos al manejo de aquellos a quienes se debe controlar. Las elecciones son una farsa cuando no se puede exigir después de ellas que quien las gana cumpla sus promesas electorales y programas. En los medios de comunicación apenas se percibe la pluralidad que hay en la sociedad y la indignación creciente no encuentra sitio en las instituciones representativas, precisamente porque éstas han sido secuestradas y ya no son lo que afirman ser. La calle, así, se convierte en un espacio político forzado, en donde es cada vez más posible que estalle la violencia.

Es urgente salir de esa vía. No hay solución dentro del espacio institucional de la transición. Hace falta un nuevo pacto político, un impulso diferente, para llegar a un acuerdo de bases que haga surgir una nueva mayoría social. Ninguna economía se pone en marcha en un entorno marcado por la corrupción y la desconfianza, ninguna sociedad se pone en marcha cuando se sustituye constantemente su voluntad por la de las minorías que causan los problemas que sufre.

Millones de desempleados por la incompetencia y la  complicidad de los gobiernos con los grandes poderes económicos, miles de empresarios arruinados por la voracidad de los bancos y las políticas suicida de Europa, docenas de miles de familias que se han quedado sin vivienda porque los intereses bancarios tienen prioridad frente a cualquier otro derecho, o millones de personas que pierden servicios públicos esenciales no se merecen más farsas y debates de guante blanco. Si no se habla claro en el Parlamento, que nadie se extrañe entonces que se hable en la calle y que ponga en marcha su ocupación: pero la de verdad, no la que se quede en las puertas, la que lleve dentro a una nueva mayoría electoral que acabe con la farsa.

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