Juegos sin reglas

El fin del mundo ya está aquí

José Angel Bergua

Catedrático de Sociología

Es normal que, en pleno apocalipsis, las categorías habituales para analizar o simplemente describir lo que ocurre, ya no sean las que proporcionan las ciencias, sociales o naturales, ni las políticas, de izquierdas o de derechas, válidas para situaciones menos convulsas, sino las que desde tiempo inmemorial han proporcionado las religiones, aunque no exactamente los monoteísmos nacidos más acá de Persia, cuyas versiones ortodoxas están enfangadas en estrictas distinciones morales que nublan el entendimiento. En su estado salvaje u originario, las religiones usan distinciones sí, pero tan permeables y fluidas que retrotraen al fundamento del mundo, el cual no es otro que lo indeterminado.

Un ejemplo. Si el virus se extiende a base de contactos entre las gentes, lo cual provoca la destrucción de esa materia prima de lo social que es el estar juntos, el relacionarse, el ser-uno-con-otro, base sin la que la política, la economía y otras esferas no podrían sobrevivir, resulta que los Estados han decidido tomar medidas que ponen muchos límites y condiciones a los contactos interpersonales y los movimientos de las gentes, lo cual también afecta negativamente a aquella base o fundamento último de lo social, así que la pandemia y su teórico enemigo, el Estado, no son tan distintos. Lo puro, en este caso representado por nuestras instituciones, se confunde con lo impuro, traído por el invisible y enigmático virus.

Además, el binomio virus-estado crea un problema bastante más grave que la epidemia. En efecto, al provocar que las gentes teman y rechacen aquello que realmente desean y necesitan, el contacto con el otro, han instalado en el corazón mismo de lo social una neurosis. Lo que resulte de esta otra patología está aún por ver, pero es seguro que envenenará la vida colectiva, pues amar lo que destruye y odiar lo que salva no concuerda con equilibrio mental ninguno. Por cierto, a esta neurosis colectiva habrían de añadirse los malestares psicológicos que genera la propia privación de estar juntos, que no sólo es la materia prima de lo social, sino también, entre otras muchas cosas, un excelente combustible para la buena vida y mejor bálsamo para las penas. Que el hombre sea un animal social, como sabemos desde Aristóteles, implica también esto.

Pero la confusión que nos inunda en este fin del mundo aún va bastante más allá. Si una vacuna inocula dosis homeopáticas de enfermedad para estimular la salud, podría parecer que nuestros gobernantes hacen lo mismo con los estados de alarma y las medidas de excepción, ya que introducen cierta destrucción del tejido social con la intención, según dicen, de salvarlo. Sin embargo, estos remedios gubernamentales no tienen nada de homeopáticos, pues no hay en este caso un sistema inmune que resulte estimulado y salve del mal, así que estas dosis de veneno sólo hacen que aumentar la destrucción de capital social.

Sin embargo, más allá del orden instituido, las medidas destructoras de socius han ocasionado consecuencias indeseadas y no previstas que sí parecen revitalizar el cuerpo social. En efecto, a nivel informal o instituyente abundan quienes se saltan las normas y la neurosis que infunden dejándose llevar por el irrefrenable deseo de estar juntos. Lo realizan de un modo clandestino, como sucede con la organización de fiestas ilegales, cada vez más abundantes y diversas, además liberadas de los negocios y tramas económicas en los que gran parte de ellas habían quedado atrapadas. Por cierto, son los jóvenes, una clase de gentes cada vez más excluida y desatendida por el orden social instituido, quienes cultivan estas actividades malignas. Esto no es nuevo. Generación tras generación, los jóvenes vienen trayendo consigo desde la noche de los tiempos ciertas novedades que la sociedad experimenta inicialmente con desagrado pero que luego se instalan en ella y la cambian haciéndola más saludable.

En este caso, la novedad no es realmente tal, pues la fiesta es una institución social indestructible, anterior a la propia aparición del Estado, que se caracteriza por estimular la sociabilidad y facilitar el disfrute de tal tesoro. No debe resultar extraño que nuestras tecnocráticas sociedades, creyéndose con las claves del mundo en sus manos, hayan prohibido lo más importante de la vida colectiva, pues han hecho cosas parecidas en muchos más ámbitos. El caso es que, afortunadamente para lo social, los jóvenes y sus fiestas estimulan la regeneración de la vida colectiva en su máxima elementalidad. En este caso sí, el veneno de la fiesta, en las dosis homeopáticas que los jóvenes logran inocular en el tejido social, traen consigo la vida o salud de las que la enfermedad y el propio Estado nos privan. Así que la impureza vírico-institucional mata lo social y la pureza clandestina lo revitaliza. Y el agente demoníaco que salva lo social frente al angélico Estado es la juventud. Sus cultos satánicos son la auténtica medicina que devuelve al estar juntos. Por cierto, esta escritura que acompaña a semejante aquelarre, por subrayar el remedio que anida en lo calificado como impuro, también tiene algo de luciferina, así que no es extraño que pueda ser también descalificada. Da igual. Ese no es el problema.

Lo importante es la confusión que está irrumpiendo con este fin del mundo precipitado por la pandemia. Esa confusión es la propia de lo sagrado, pues, según los clásicos, tiene la misteriosa y ambigua característica de fascinar y aterrorizar. Por eso, Anaximandro decía que el fundamento último de todo es el apeiron, lo indeterminado, y Hölderlin escribió que "allá donde está el peligro crece también lo que salva". De ahí también las extrañas palabras de san Pablo: "si nuestra injusticia sirve para confirmar la justicia de Dios, si por mi falsedad la veracidad de Dios abundó para su gloria, ¿por qué no decir, hagamos el mal para que pueda venir el bien?". No obstante, si Hölderlin no hubiera tenido problemas en afirmar que, "allá donde está lo que salva crece también el peligro", parece poco creíble que San Pablo diera la vuelta a su ya provocativa sentencia y asegurara que "el bien hace traer el mal". Sin embargo, si la maldad de las fiestas juveniles quizás sea un bien, igualmente puede suceder que la bondad que reina en el otro lado quizás no lo sea tanto.

Por ejemplo, porque las vacunas no están descontaminando del todo y los aún impuros no están todos esperando a que el pinchazo les redima. En efecto, según se ha dicho, las vacunas no impiden que los individuos continúen portando el virus y contaminen a los demás, tampoco que al cabo de un tiempo o incluso unas semanas después (como ya ha ocurrido con la Sputnik) contraigamos la enfermedad, pero es que igualmente es posible (como ocurre con las de Astrazeneca y Janssen) que el suero nos libre de un mal y nos traiga otro peor, como son los trombos. Por otro lado, hay quienes no confían en algo tan ambiguo o poco claro como es la introducción de dosis homeopáticas del veneno o enfermedad para provocar que el sistema inmune reaccione y se cure, más aún si quienes fabrican tales medicinas, no son del todo fiables. E igualmente andan enredando quienes creen que detrás de las buenas intenciones exhibidas por las élites para curarnos, en realidad sólo anida la voluntad de controlarnos mejor, en este caso introduciendo en nuestro cuerpo diminutos y avanzadísimos artilugios para lograrlo, tal como opina una legión no menor de conspiranoicos. En fin, que la confusión no sólo afecta a lo calificado como malo, caso de las desobediencias festivas, sino también a lo bueno, caso de los remedios.

Bienvenidos pues al apocalipsis, un murmullo de indeterminación y sinsentido que se propaga y asienta lentamente. Cuando lo haya hecho del todo no habrá otra cosa que locura y, créanme, muchos lo van a pasar muy mal. Serán quienes hasta entonces hayan estado convencidos de que las cosas son tan claras y distintas como los tecnócratas aseguran.

Afortunadamente, es posible transitar desde esa ignorancia negativa (no sabe que no sabe) a otra de carácter positivo (sabe que no sabe). Ese pasaje se parece al momento en el que el sueño cede paso a la vigilia. Pues bien, si para (re)nacer hay que morir y para morir hay que despertar, según reza una máxima esotérica, sólo aquello que lo haga de la engañosa obviedad de las distinciones y atraviese el sinsentido de la locura tendrá ante sí la oportunidad de asomarse a un mundo nuevo. Eso sí, antes habrá de morir, algo que nuestro mundo, no sólo por la COVID19, viene necesitando desde hace tiempo.

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