Juegos sin reglas

El pueblo, las élites y la ley de la refracción

 Angel Enrique Carretero Pasín

Hay algo enigmático en lo más profundo de lo popular que se resiste a cualquier tentativa de encierro en categorización sociológica alguna, tanto a nivel conceptual como metodológico. Esto ocurría ya mucho antes de que los estratos populares, allá por los años 60 de siglo pasado, fueran iniciados en un proceso de conversión en masas debido al auge adquirido por la cultura mediática. Con todo parte de ese algo enigmático ha conseguido mantenerse vivo en la fisonomía de las masas. Es un secreto a voces que la mayor parte de los esfuerzos por dar forma ciudadana a lo informe de la masa, por educarla, por hacerla cívica, han resultado frustrantes. En realidad, este ha sido el inquietante y verdadero punto ciego de casi todos los credos doctrinales izquierdistas embebidos de los postulados ilustrados, el agujero negro de lo social del que hablaba Jean Baudrillard. Lo cual ha servido para, dicho sea de paso, legitimar, ahora indefinidamente, una realización de tales credos bajo su consideración como ideales regulativos, en sentido kantiano, siempre, aunque nunca en un tris, por alcanzar. ¿Qué es ese algo que tiene la masa, la de ahora y la de siempre, que no se deja aprehender, y mucho menos modificar, por mucho empeño que políticos, periodistas, profesores o pedagogos hayan puesto y pongan en tal empresa? Pareciera como si la masa en lugar de hacer una recepción e incorporación de todo ese esfuerzo institucional pasase olímpicamente de todo ello, se resistiese a dar signos de ser permeada un ápice por todo ese aparataje discursivo. Así pues, ¿cómo educar a las masas tras tantos intentos fallidos y sin conseguir perder la ciega fe en tal misión? A base de palos está claro que no, puesto que entraría en flagrante contradicción con la axiomática sobre la cual se ha cimentado el espíritu pedagógicista de ciudadanía alentado desde la tutela estatal. ¿Habrá que seguir, pues, comprometidos/as en educarlas y reeducarlas incesantemente a sabiendas que, de partida, el propósito es inalcanzable o sus frutos son nimios?

Es curioso que quienes han ofrecido las más profundas aproximaciones a ese algo misterioso, siempre opaco, del pueblo, hubieran escapado de caer en la trampa de presentar una idealización suya. La esencia del pueblo, luego devenido masa, es lo que es, pero rechaza dicotomías de cualquier índole, y en especial las procedentes de la moral, las cinceladas desde el binomio bondad/maldad. Una cosa es lo que la masa es y otra lo que debería ser. Pero si ese salto entre el ser y el deber es ya en sí irresoluble en la vida, habiendo dando cancha incluso, como Clifford Geertz entre otros y otras han aducido, a una de las prioridades de los sistemas simbólicos religiosos, este salto es aun inmensamente más acentuado cuando hablamos de las masas. La virtud de los grandes sociólogos, cineastas o literatos ha sido que para mostrar el lado oscuro del pueblo, aquello que no se ve, habría que desligarse de lecturas filtradas por un elemento moral (quizá por ello Karl Marx acusaba a los socialistas utópicos de que el proletariado necesitaba todo menos moral), aunque luego, paradójicamente, y esto es acaso lo más interesante, este enfoque induzca la más justa sensibilidad auténticamente moral en torno a los personajes o actores sociales desheredados por la historia. Esta mirada, en el fondo bastante benjamiana, en torno al pueblo no lo denigra en virtud de su falta o repudio del civismo, siempre de entrada contaminada por el programa de hacer del pueblo lo que no es, solo solicita de éste un sentimiento de piedad metafísica que probablemente solo una singular teología puede ofrecer. Pier Paolo Pasolini en Accattone  dejo del todo claro este asunto en el caso del lumpen proletariado de la Roma de finales de los 50. Miguel Delibes en Los santos inocentes lo mismo con los desheredados de la tierra extremeña. John Ford más de lo mismo en Qué verde era mi valle con los mineros galeses. Gente por fuerza desalineada de toda heterodoxia política, pero especialmente de la pueril dogmática elaborada por ninguna gauche divine.

Un mal endémico promocionado por las élites ilustradas ha sido una presentación victimizada del pueblo, toda vez que estaría obviando las tramas de complicidad urdidas por las supuestamente víctimas en ese estado de cosas. Pero la cosa es aún más grave. En realidad, dichas élites escaparon, por un medio u otro, del pueblo, no han querido tenerlo frente a frente, no vaya a ser que, como resultado de esa cercanía, se desmontasen ipso facto los presupuestos que les servían como guía. Por eso, a fin de cuentas, el pueblo o masa siempre se ha visto refractada, como en el efecto originado en la refracción física de los objetos sumergidos en un material líquido, mediante el prisma óptico de esos discursos, mostrándose algo que no era real, un efecto ficticio del pueblo. Y acaso esto tenga que ver con lo que los apuros de la agenda mediático-política ha catalogado como auge del populismo, y en general con todo fenómeno populista: haber sabido tocar y manejar esa tecla visceral de la masa alérgica per se, en lo más excelso y en lo más patético, a todo proyecto cívico-político, guarecida en la sospecha de que todo discurso procedente de las élites no tendría más objetivo que crear, a cualquier precio, un falseado consenso social.

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