Juegos sin reglas

Nunca hemos sido modernos

José Angel Bergua

Catedrático de Sociología

Algo que, según se dice, diferencia a una democracia de un sistema autoritario es que las élites, además de tener un mayor parecido con las gentes a las que suplantan, tienden a circular y renovarse más. Sin embargo, esta afirmación, como ocurre con tantas otras, es más una parte de la ideología de nuestra época que un dato real. En efecto, hace ya unas cuantas décadas, Baena del Alcázar realizó un exhaustivo análisis comparativo del tardo-franquismo, la época de UCD y la primera socialista, en el que comprobó que el 42,64% de los altos cargos que había en el franquismo permaneció en las dos épocas posteriores, lo que quiere decir que sólo la mitad de las élites fueron renovadas. Más recientemente, una investigación dirigida por Xavier Coller ha comprobado que, en términos sociológicos, las élites parlamentarias españolas se parecen muy poco a la ciudadanía. Por ejemplo, el 53% estudió en colegios privados (en el caso de los nacionalistas lo hicieron hasta 3 de cada 4) y el 81% son universitarios. Por otro lado, cerca de la mitad de los electos (el 47%), han experimentado una movilidad intergeneracional ascendente, muy superior a la que se registra para el conjunto de la sociedad, que no pasa del 20%. Mientras, en la otra mitad, los padres de los parlamentarios ya pertenecían a la clase de servicios en la que están sus hijos, si bien esta endogamia es menor que en Estados Unidos y Canadá, donde 6 de cada 10 políticos tienen padres que también lo han sido.

Otra característica de las élites políticas en general y de las españolas en particular tiene que ver con los estrechos vínculos que tienen con las económicas, los cuales se han mantenido durante décadas, viéndose muy poco afectados por los cambios de gobierno. En este sentido un interesante trabajo de Rubén Juste mostraba que en las 35 empresas que, en 1991, durante el primer reinado del PSOE, formaron el IBEX, había 29 consejeros procedentes de la Administración de Franco. El año 2000, ya en tiempos de Aznar, todavía el IBEX tenía 29 consejeros franquistas, la misma cantidad que proporcionó el socialismo de González, ambos muy por encima de los 15 que venían de la UCD, los 5 de la Monarquía en su reinado sin democracia (1975-1977) y los 4 del PP. Conviene recordar que todas esas empresas, si bien suponen el 50% del PIB español, apenas contribuyen con un 7,5% a través de impuestos y tan sólo crean el 7,35% de los empleos.

Josep Rodríguez comparando datos de 1991 y 2000 acerca de los consejos de administración de las cien corporaciones más importantes que cotizan en Bolsa ha observado una endogamia parecida. En este caso se trataba de ver las relaciones entre corporaciones tomando como referencia los consejeros que pertenecían, al menos, a dos de ellas. Descubrió que, si en 1991 la red estaba formada por 76 consejeros, el año 2000 aumentó a 249, de los cuales sólo un 13% estaban presentes en la fecha anterior. Sin embargo, en esta expandida y renovada red, las relaciones entre los consejeros se redujeron más del triple: si en 1991 cada uno se relacionaba por término medio con el 22% del total, en el 2000 sólo lo hacía con el 7%.

Dice Julián Cárdenas que este tipo de red "elitista", sumamente centralizada, fuertemente cohesionada y que ejerce un gran control social sobre la autonomía individual no sólo es propia de España, pues Italia, Francia, Alemania y Canadá participan del mismo modelo. Se caracteriza también por la presencia de un sistema financiero basado en bancos, un estado altamente intervencionista, un gran control de la empresa por parte de los accionistas y una baja internacionalización que, en el caso de Europa, es compensada por la presencia de la Unión Europea. En las antípodas está la red corporativa "pluralista", mucho más fragmentada, menos cohesionada, mínimamente centralizada y con menos control sobre los individuos. Si en el caso anterior los vínculos transmitían poder, en este sólo sirven para comunicar. El Reino Unido, Japón, Estados Unidos, Australia, Países Bajos y Suecia tienen economías sostenidas por este segundo modelo. En ellas, a diferencia de lo que sucede en el primero, las necesidades de financiación están vinculadas al mercado de valores, el Estado tiene un papel meramente regulativo, las empresas son de propiedad dispersa y tienen una mayor vocación internacional que ejercen directamente a través de relaciones con empresas extranjeras. Si el modelo anterior estaba inserto en estructuras e instituciones no mercantiles, en este caso la mercantilización es casi absoluta.

Los teóricos de las élites, además de interpretar el poder como resultado de la composición y rotación de quienes nos representan y gobiernan, también prestan atención al uso que hacen de la comunicación política. Sin embargo, no hay unaminidad entre los expertos en cuanto al resultado de este poder, pues mientras unos creen que la opinión pública se construye de arriba a abajo, otros constatan la existencia de diferentes influencias que van en dirección contraria. Un ejemplo del primer caso es la utilización que han hecho las élites de las redes sociales después de que Obama las utilizara para alcanzar la Presidencia de los Estados Unidos el 2009. Primero, usando clandestinamente la enorme cantidad de información que redes como Facebook proporcionan a empresas especializadas en el marketing político, como Cambridge Analytical, responsable de las campañas que llevaron a Macri al poder en Argentina el 2005, a Trump en Estados Unidos el 2017 y a la victoria del Brexit el 2016 en el Reino Unido. Dicha empresa llegó a reconocer públicamente que tenía 5000 entradas de información de cada norteamericano. Después, detectando a las gentes influenciables y las redes de contactos que conformaban para pasarlas a su causa. Finalmente, activando para ello campañas de propaganda muy agresivas copiadas de las estrategias propagandísticas militares.

En definitiva, la distinción élites/gentes, aunque en las democracias parezca más blanda, pretenda semejar una membrana y quiera favorecer cierta comunicación o puesta en común entre ambos lados, no es menos cierto que arrastra inercias autoritarias. No es sólo porque en España nunca haya habido una ruptura con el modelo que separaba tajantemente a los mandados de los que mandan. También se debe a que, en general, nunca hemos sido modernos con nuestro modo democrático de hacer política. Pero, esto no ha ocurrido sólo en la política. Tampoco hemos sido nunca modernos con nuestro modo científico de conocer la realidad, pues hemos seguido mezclando las realidades con los prejuicios e influencias sociales. E igualmente, nunca hemos sido modernos con nuestro modo humanitario de tratar a los otros, pues los hemos seguido tratando como mera vida sin derechos sociales. En definitiva, la modernidad es un denso velo que ha ocultado, en todos los casos, nuestra irremediable pertenencia a lo que, con mucho postureo, proclamamos no (querer) ser.

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